E.J. Waggoner- Redimidos de la Maldición 3
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E.J. Waggoner- Redimidos de la Maldición 3
La ley no puede anular la promesa
A medida que avanzamos, hay que recordar que el pacto y la promesa son coincidentes, y que incluyen la tierra, la tierra nueva que se ha de dar a Abrahán y a sus hijos. Es también necesario recordar que, puesto que solamente la justicia puede morar en los nuevos cielos y tierra, la promesa incluye el hacer justos a todos los que creen. Eso se efectúa en Cristo, en quien halla confirmación la promesa. "Un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo anula ni le añade"; ¡cuánto menos tratándose del pacto de Dios!
Por lo tanto, puesto que se nos ha dado seguridad de la justicia eterna mediante el "pacto" hecho con Abrahán, que fue confirmado en Cristo por el juramento de Dios, es imposible que la ley proclamada cuatrocientos treinta años más tarde pudiese introducir ningún elemento nuevo. A Abrahán le fue dada la herencia mediante la promesa. Pero si cuatrocientos treinta años después viniese a resultar que ahora había que conseguir la herencia de alguna otra forma, eso dejaría sin efecto la promesa, y el pacto quedaría anulado. Pero eso implicaría la disolución del gobierno de Dios y el final de su existencia, puesto que Él puso su misma existencia como prenda o garantía de que daría a Abrahán y a su simiente la herencia, y la justicia requerida para poseerla. "Porque no fue por la Ley, como Abrahán y sus descendientes recibieron la promesa de que serían herederos del mundo, sino por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). El evangelio fue tan pleno y completo en los días de Abrahán, como siempre lo haya sido, o pueda llegar a serlo. Tras el juramento de Dios a Abrahán, no es posible hacer adición o cambio alguno a sus provisiones o condiciones. No es posible restarle nada a la forma en la que entonces existía, y nada puede ser requerido de hombre alguno, que no lo fuese igualmente de Abrahán.
19. Entonces, ¿para qué sirve la Ley? Fue dada por causa de las transgresiones, hasta que viniera el Descendiente, a quien se refiere la promesa. La Ley fue promulgada por ángeles, por medio de un mediador.
"¿Para qué sirve la Ley?". El apóstol Pablo hace esta pregunta a fin de poder mostrar de la forma más enfática el papel de la ley en el evangelio. La pregunta es muy lógica. Puesto que la herencia viene enteramente por la promesa, y un "pacto" que ha sido confirmado no puede ser alterado (no se le puede añadir ni quitar nada), ¿cuál fue el objeto de enviar la ley cuatrocientos treinta años después?, "¿para qué sirve la ley?", ¿qué hace aquí?, ¿qué papel desempeña?
"Fue dada por causa de las transgresiones". Hay que entender con claridad que la promulgación de la ley en Sinaí no fue el principio de su existencia. Existía en los días de Abrahán, y éste la obedeció (Gén. 26:5). Existía antes de ser pronunciada en el Sinaí (ver Éxo. 16:1-4, 27 y 28). Fue "dada", en el sentido de que en el Sinaí se la proclamó de forma explícita, in extenso.
"Por causa de las transgresiones". "La Ley vino para que se agrandara el pecado" (Rom. 5:20). En otras palabras, "para que por el Mandamiento se viera la malignidad del pecado" (Rom. 7:13). Fue promulgada bajo las circunstancias de la más terrible majestad, como una advertencia a los hijos de Israel de que mediante su incredulidad estaban en peligro de perder la herencia prometida. A diferencia de Abrahán, no creyeron al Señor, y "todo lo que no procede de la fe, es pecado" (Rom. 14:23). Pero la herencia había sido prometida "por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). Por lo tanto, los judíos incrédulos no podían recibirla.
Así pues, la ley les fue dada para convencerlos de que carecían de la justicia necesaria para poseer la herencia. Si bien la justicia no viene por la ley, ha de estar "respaldada [atestiguada: N.T. Interl.] por la Ley" (Rom. 3:21). Resumiendo, se les dio la ley para que viesen que no tenían fe, y que por lo tanto, no eran verdaderos hijos de Abrahán, y estaban en camino de perder la herencia. Dios habría puesto su ley en los corazones de ellos tal como había hecho ya con Abrahán, en caso de que hubiesen creído, como lo hizo éste. Pero dado que habían dejado de creer, y sin embargo mantenían aún la pretensión de ser herederos de la promesa, era necesario mostrarles de la forma más contundente que la incredulidad es pecado. La ley fue dada por causa de las transgresiones, o (lo que es lo mismo) a causa de la incredulidad del pueblo.
La confianza propia es pecado
El pueblo de Israel estaba lleno de confianza propia y de incredulidad hacia Dios, como demostraron en su murmuración contra la dirección divina, y por su seguridad de poder realizar todo lo que Dios requería, de poder cumplir sus promesas. Manifestaban el mismo espíritu que sus descendientes, quienes preguntaron: "¿Qué haremos para realizar las obras de Dios?" (Juan 6:28). Ignoraban de tal modo la justicia de Dios, que pensaban que podían establecer la suya propia a modo de equivalente (Rom. 10:3). A menos que vieran su pecado, de nada iba a valerles la promesa. De ahí la necesidad de presentarles la ley.
El ministerio de los ángeles
"¿No son todos ellos espíritus servidores, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación?" (Heb. 1:14). No nos es dado saber cuál era exactamente el papel de los millares de ángeles que estuvieron presentes en el Sinaí. Pero sabemos que los ángeles tienen un profundo e íntimo interés en todo lo que concierne al hombre. Cuando se pusieron los fundamentos de la tierra, "se regocijaban todos los hijos de Dios" (Job. 38:7). Una multitud, de entre la hueste celestial, entonaba cánticos de alabanza en la anunciación del nacimiento del Salvador de los hombres. Esos seres "poderosos en fortaleza" asisten al Rey de reyes, y se aprestan a hacer su voluntad, ejecutando sus órdenes y obedeciendo su palabra (Sal. 103:20 y 21). El hecho de que estuvieran presentes al ser dada la ley, demuestra que se trataba de un evento de la mayor trascendencia y del más profundo significado.
Por medio de un Mediador
Así es como se dio la ley en el Sinaí. ¿Quién fue ese Mediador? No cabe más que una respuesta: "Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Tim. 2:5). Sin embargo, "el mediador no representa a uno solo, aunque Dios es uno". Dios y Jesucristo son Uno. Jesucristo es al mismo tiempo Dios y hombre. Al mediar entre Dios y el hombre, Jesucristo representa a Dios ante el hombre, y al hombre ante Dios. "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo" (2 Cor. 5:19). No hay, ni puede haber, otro mediador entre Dios y el ser humano. "En ningún otro hay salvación, porque no hay otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos 4:12).
La obra de Cristo como Mediador
El hombre se ha extraviado de Dios, y se ha rebelado contra Él. "Todos nos descarriamos como ovejas" (Isa. 53:6). Nuestras iniquidades nos han separado de nuestro Dios (Isa. 59:1 y 2). "La inclinación de la carne es contraria a Dios, y no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede" (Rom. 8:7). Cristo vino a fin de destruir la enemistad y reconciliarnos con Dios; Él es nuestra paz (Efe. 2:14-16). "Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3:18). Por medio de Él tenemos acceso a Dios (Rom. 5:1 y 2; Efe. 2:18). En Él es quitada la mente carnal, la mente rebelde, y se da en su lugar la mente del Espíritu, "para que la justicia que quiere la Ley se cumpla en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu" (Rom. 8:4). La obra de Cristo es salvar aquello que se había perdido, restaurar lo que se quebrantó, reunir lo que se había separado. Su nombre es "Dios con nosotros". Cuando Él mora en nosotros, somos hechos participantes "de la naturaleza divina" (2 Pedro 1:4).
La obra mediadora de Cristo no está limitada en el tiempo ni en el alcance. Ser mediador significa más que ser intercesor. Cristo era mediador antes de que el pecado entrara en el mundo, y será mediador cuando el pecado no exista más en el universo, y no haya necesidad alguna de perdón. "Todas las cosas subsisten en él". Es la misma "imagen del Dios invisible". Él es la vida. Solo en Él y por medio de Él fluye la vida de Dios a toda la creación. Por lo tanto, Él es el medio, el mediador, la manera por la que la luz de la vida alumbra al universo. No se convirtió en mediador cuando el hombre cayó, sino que lo era desde la eternidad. Nadie, no solamente ningún hombre, sino ningún ser creado, viene al Padre sino por Cristo. Ningún ángel puede estar en la divina presencia, sino en Cristo. La entrada del pecado en el mundo no requirió el desarrollo de ningún nuevo poder, o la puesta en marcha de ninguna nueva maquinaria. El poder que había creado todas las cosas no hizo más que continuar, en la infinita misericordia de Dios, para la restauración de lo que se había perdido. Todas las cosas fueron creadas en Cristo; por lo tanto, tenemos redención en su sangre (Col. 1:14-17). El poder que anima y sostiene al universo es el mismo poder que nos salva. "A Aquel que es poderoso para hacer infinitamente más que todo cuanto pedimos o entendemos, por el poder que opera en nosotros; a él sea la gloria en la iglesia por Cristo Jesús, por todas edades, por los siglos de los siglos. Amén" (Efe. 3:20 y 21). (Ver Apoc. 4:11 y 5:9, N.T).
21. Luego ¿es la Ley contraria a las promesas de Dios? ¡De ninguna manera! Porque si la Ley pudiera vivificar, la justicia vendría realmente por la Ley.
22. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por medio de la fe en Jesucristo.
"¿Es la Ley contraria a las promesas de Dios? ¡De ninguna manera!" Si lo fuera, la ley no habría sido dada "por medio de un mediador", Jesucristo, ya que todas las promesas de Dios son 'Sí' en Él (2 Cor. 1:20). En Cristo encontramos combinadas la ley y la promesa. Podemos saber que la ley no iba, y no va contra la promesa, por el hecho de que fue Dios quien dio tanto la una como la otra. Sabemos igualmente que la proclamación de la ley no introdujo ningún elemento nuevo en el "pacto". Puesto que el pacto había sido confirmado, nada podía añadirse, ni serle quitado. Pero la ley no es algo inútil, ya que en ese caso Dios no la habría dado. El que guardemos o no la ley, no es un asunto opcional, pues Dios mismo la ordenó. Pero al mismo tiempo, no va contra la promesa, ni introduce ningún elemento en ella. ¿Por qué? Sencillamente, porque la ley está incluida en la promesa. La promesa del Espíritu dice: "Pondré mis leyes en la mente de ellos, las escribiré sobre su corazón" (Heb. 8:10). Eso es exactamente lo que Dios hizo con Abrahán al darle el pacto de la circuncisión. (Rom. 4:11; 2:25-29; Fil. 3:3).
La ley magnifica la promesa
La ley es justicia, como Dios declara: "Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi Ley" (Isa. 51:7). La justicia que la ley requiere es la única justicia que puede heredar la tierra prometida. Se la obtiene, no por las obras de la ley, sino por la fe. La justicia de la ley no se obtiene mediante esfuerzos por guardar la ley, sino por la fe (Rom. 9:30-32). Por lo tanto, cuanto mayor sea la justicia que la ley requiere, más engrandecida resulta la promesa de Dios, pues Él ha prometido dar esa justicia a todos los que creen. Sí, ¡lo ha jurado! Por lo tanto, cuando fue dada la ley en el Sinaí, "en medio del fuego, la nube y la oscuridad, con potente voz" (Deut. 5:22), con sonido de trompeta de Dios, con temblor de tierra ante la presencia del Señor y sus santos ángeles, se mostró la inefable grandeza y majestad de la ley de Dios. Para todo aquel que recordase el juramento de Dios a Abrahán, fue una revelación de la sobrecogedora grandeza de la promesa de Dios, puesto que juró que daría toda la justicia que la ley demanda a quienquiera que confiase en Él. La voz atronadora con la que se pronunció la ley fue la misma que en las cimas de las montañas proclamó las buenas nuevas de la gracia salvadora de Dios (Isa. 40:9). Los preceptos de Dios son promesas. No puede ser de otra manera, pues Él sabe que no tenemos poder alguno. ¡Todo lo que el Señor requiere, Él mismo lo da! Cuando dice "no harás..." podemos tomarlo como la seguridad que Él nos da de que si simplemente creemos, nos preservará del pecado contra el que advierte en ese precepto.
Justicia y vida
"Si la Ley pudiera vivificar, la justicia vendría realmente por la Ley". Eso demuestra que la justicia es vida. No se trata de una mera fórmula, de una teoría muerta, o de un dogma, sino de acción vital. Cristo es la vida, y Él es, por consiguiente, nuestra justicia. La ley escrita en dos tablas de piedra no podía dar vida; no más de la que puede dar la piedra sobre la que estaba escrita. Todos sus preceptos son perfectos, pero su expresión escrita en caracteres esculpidos sobre la piedra, no puede transformarse por sí misma en acción. El que recibe la ley solamente en la letra, posee el "ministerio de condenación" y muerte (2 Cor. 3:9). Pero "el Verbo [la Palabra] se hizo carne". En Cristo, la Piedra viviente, la ley es vida y paz. Recibiéndolo a Él por "el ministerio del Espíritu" (2 Cor. 3:8), poseemos la vida de justicia que la ley aprueba.
El versículo veintiuno muestra que la ley fue dada para enfatizar la grandeza de la promesa. Todas las circunstancias que acompañaron la promulgación de la ley –la trompeta, las voces, el terremoto, el fuego, la tempestad, los relámpagos y truenos, la barrera de muerte en torno al monte–, indicaban que la ley "obra ira" en los "hijos de desobediencia" (Rom. 4:15; Efe. 5:6). Pero el hecho mismo de que la ley obre ira solamente en los hijos de desobediencia, muestra que la ley es buena, y que "el que hace estas cosas, vivirá por ellas" (Rom. 10:5). ¿Era el propósito de Dios desalentar a su pueblo? De ninguna manera. Es necesario obedecer la ley, y los terrores del Sinaí tenían por objeto llevarlos de nuevo al juramento que Dios hizo cuatrocientos treinta años antes; juramento que ha de permanecer para todo hombre en todo tiempo, como la seguridad de la justicia que viene mediante el Salvador crucificado que vive por siempre.
Aprendiendo a sentir nuestra necesidad
Refiriéndose al Consolador, Jesús dijo: "Cuando él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (Juan 16:8). De sí mismo, dijo: "No he venido a llamar a justos, sino a pecadores". "Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos" (Mar. 2:17). Uno ha de reconocer su necesidad, antes de poder aceptar la ayuda; ha de saberse enfermo, para recibir el remedio.
De igual forma, la promesa de la justicia pasará totalmente inadvertida para aquel que no se reconoce pecador. Por lo tanto, la primera parte de la obra consoladora del Espíritu Santo consiste en convencer a los hombres de pecado. "La Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por medio de la fe en Jesucristo" (Gál. 3:22). "Por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado" (Rom. 3:20). El que se sabe pecador, está en el camino del conocimiento, y "si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de todo mal" (1 Juan 1:9).
Así, la ley es, en las manos del Espíritu, un agente activo que induce a los hombres a que acepten la plenitud de la promesa. Nadie odiará a aquel que le salvó la vida señalándole un peligro que le era desconocido. Al contrario, recibirá la consideración de amigo, y será recordado siempre con gratitud. Así es como verá la ley quien haya sido avisado por su voz de advertencia, a fin de que huya de la ira que vendrá. Dirá con el salmista: "Los pensamientos vanos aborrezco; mas amo tu ley" (Sal. 119:113).
23. Antes que viniese la fe, estábamos guardados por la Ley, reservados [encerrados, N.T. Interl.] para la fe que iba a ser revelada.
Observa la similitud entre los versículos 8 y 22: "Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por medio de la fe en Jesucristo" (verso 22). "La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, de antemano anunció el evangelio a Abrahán, al decirle: 'Por medio de ti serán benditas todas las naciones' " (verso 8). Vemos que la Escritura que predica el evangelio es la misma que "encerró" a todos los hombres bajo pecado. Por supuesto, el que está encerrado bajo la ley es un prisionero. En los gobiernos terrenales, un criminal resulta apresado tan pronto como la ley logra "atraparlo". La ley de Dios es omnipresente, y está siempre activa. Por lo tanto, en el momento en que el hombre peca, resulta encerrado o aprisionado. Tal es la condición del mundo entero, "por cuanto todos pecaron", y "no hay justo, ni aun uno".
Aquellos desobedientes a quienes Cristo predicó en los días de Noé, estaban en prisión (1 Pedro 3:19 y 20). Pero como el resto de pecadores, eran "presos de esperanza" (Zac. 9:12). "El Eterno miró desde lo alto de su Santuario, miró desde el cielo a la tierra, para escuchar el gemido de los presos, y librar a los sentenciados a muerte" (Sal. 102:19 y 20). Cristo se da "por pacto del pueblo, por luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques de la cárcel a los presos, y de prisión a los que están en tinieblas" (Isa. 42:6 y 7).
Si es que no conocieses aún el gozo y la libertad del Señor, permite que te hable desde mi experiencia personal. Algún día no muy lejano, quizá sea hoy mismo, el Espíritu de Dios te hará sentir profunda convicción de pecado. Puedes haber estado lleno de dudas y vacilaciones, puedes haber buscado toda clase de excusas y evasivas, pero al llegar ese momento, no tendrás nada que responder. No tendrás entonces duda alguna con respecto a la realidad de Dios y el Espíritu Santo, y no necesitarás argumento alguno que te asegure de ella. Reconocerás la voz de Dios hablando a tu alma, y tu clamor será como el del antiguo Israel: "no hable Dios con nosotros, para que no muramos" (Éxo. 20:19). Sabrás entonces lo que significa estar "encerrado" en una prisión cuyas paredes sentirás tan próximas a ti, que además de hacer imposible tu huida, parezcan asfixiarte. Los relatos de personas que fueron condenadas a ser enterradas en vida bajo una pesada losa, se tornarán extrañamente vívidos y reales, cuando sientas como si las tablas de la ley aplastaran tu vida, y tu corazón se quebrantase bajo la acometida de una implacable mano de piedra. En ese momento, te proporcionará gran gozo recordar que estás "encerrado" solamente con el propósito de que 'por la fe recibas la promesa del Espíritu' "en Cristo Jesús" (Gál. 3:14). Tan pronto como te aferres a esa promesa, descubrirás que es la llave para abrir todas las puertas de tu "Castillo de la duda" (El Progreso del Peregrino). Las puertas de la prisión se abrirán entonces de par en par, y dirás: "Escapamos cual ave del lazo del cazador, se quebró el lazo, y escapamos" (Sal. 124:7).
Bajo la ley, bajo pecado
Antes que viniese la fe, estábamos encerrados bajo la ley, estábamos prisioneros para la fe que había de manifestarse después. Sabemos que todo lo que no es de fe, es pecado (Rom. 14:23). Por lo tanto, estar "bajo la ley" es lo mismo que estar bajo pecado. La gracia de Dios trae salvación del pecado, de tal manera que cuando creemos en la gracia de Dios, dejamos de estar bajo la ley, pues somos libertados del pecado. Por consiguiente, los que están bajo la ley son los transgresores de la ley. Los justos no están bajo la ley, sino que caminan en ella.
24. Así, la Ley fue nuestro tutor para llevarnos a Cristo, para que seamos justificados por la fe.
"Tutor" se ha traducido de la voz griega paidagogos, o pedagogo. El pedagogo era un esclavo del padre de familia, que tenía por misión acompañar al niño a la escuela, y asegurarse de que éste no malograba su instrucción entregándose a la disipación y el juego. Si el infante intentaba escapar, el pedagogo tenía que traerlo de vuelta al camino, y tenía autoridad incluso para emplear métodos físicos de corrección. "Tutor" o "instructor", no son buenas traducciones del término griego. La idea es más bien la de guardián o vigilante. El niño sometido a su custodia, aun teniendo un rango superior, está de hecho privado de libertad, como si estuviera en prisión. Todo aquel que no cree, está bajo pecado, encerrado bajo la ley, y por lo tanto, la ley actúa como su guardián o vigilante. La ley lo mantendrá esclavo. El culpable no puede escapar en su culpa. Aunque Dios es misericordioso y clemente, "de ningún modo tendrá por inocente al malvado" (Éxo. 34:6-7). Es decir, jamás mentirá diciendo que lo malo es bueno. Lo que hace es proveer un remedio en el que el culpable pueda quedar libre de su culpa. Entonces la ley dejará de coartar su libertad, y podrá caminar libre en Cristo.
Libertad en Cristo
Cristo dice: "Yo soy la puerta" (Juan 10:9). Él es igualmente el redil, y también el Pastor. El hombre supone que es libre saliendo fuera del redil, y piensa que venir al redil significa poner cortapisas a su libertad; sin embargo, es exactamente al revés. El redil de Cristo es un "lugar amplio", mientras que la incredulidad es una prisión estrecha. La amplitud de pensamiento del pecador nunca puede superar el ámbito de lo estrecho. El verdadero libre-pensador es aquel que comprende "bien con todos los santos, la anchura y la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo, y [conoce] ese amor que supera a todo conocimiento" (Efe. 3:18 y 19). Fuera de Cristo no hay más que esclavitud. Sólo en Él hay libertad. Fuera de Cristo, el hombre está en prisión, "su propio pecado lo sujeta como un lazo" (Prov. 5:22).
"El poder del pecado es la Ley" (1 Cor. 15:56). Es la ley la que declara pecador al hombre, y le hace consciente de su condición. "Por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado", y "el pecado no se imputa donde no hay ley" (Rom. 3:20; 5:13). La ley conforma las paredes de la prisión del pecador. Lo encierra en ella, haciendo que se sienta incómodo, oprimido por el sentido del pecado, como si fuera a privarle de la vida. El pecador se debate en vanos y frenéticos esfuerzos por escapar, pero los mandamientos se erigen a modo de inexpugnables muros a su alrededor. Vaya en la dirección que vaya, se tropieza con un mandamiento que le dice: 'Nunca puedes encontrar la libertad por mí, puesto que has pecado'. Si procura ponerse a buenas con la ley y promete obedecerla, su situación no mejora en nada, ya que su pecado permanece de todos modos. La ley lo aguijonea, y lo lleva a la única vía de escape: "la promesa... por medio de la fe en Jesucristo". En Cristo es hecho verdaderamente libre, ya que es hecho justicia de Dios en Él. En Cristo está la perfecta ley de la libertad.
La ley predica el evangelio
Toda la creación habla de Cristo, proclamando el poder de su salvación. Cada fibra del ser humano clama por Cristo. Aunque el hombre pueda no saberlo, Cristo es el "Deseado de todas las gentes" (Hag. 2:7). Sólo Él colma de "bendición a todo viviente" (Sal. 145:16). Solamente en Él se encuentra el remedio para la inquietud y anhelo del mundo.
Puesto que Cristo, en quien hay paz –ya que "Él es nuestra paz"–, está buscando a los que están trabajados y cargados, y los llama a venir a Él, y teniendo en cuenta que todo hombre tiene anhelos que ninguna otra cosa en el mundo puede colmar, queda claro que si la ley despierta en el hombre una percepción clara de su condición, y la ley continúa aguijoneándolo, no dándole descanso, impidiéndole cualquier otra vía de escape, el hombre acabará por encontrar la puerta de salvación, ya que ¡está abierta de par en par! Cristo es la ciudad de refugio a donde puede huir todo aquel que se encuentre asediado por el vengador de la sangre, con la seguridad de que será bienvenido. Solamente en Cristo hallará el pecador descanso del látigo de la ley, porque en Cristo se cumple en nosotros la justicia de la ley (Rom. 8:4). La ley no permitirá a nadie ser salvo, a menos que posea "la justicia que viene de Dios por la fe" (Fil. 3:9), la fe de Jesús.
25. Y como vino la fe, ya no estamos bajo tutor.
26. Así, todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.
"La fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Cristo" (Rom. 10:17). Cuando el hombre recibe la Palabra de Dios, la palabra de la promesa que trae con ella la plenitud de la ley, y en lugar de luchar en su contra, se rinde a ella, le "vino la fe". El capítulo undécimo de Hebreos demuestra que la fe vino desde el principio. Desde los días de Abel, el hombre ha encontrado la libertad por medio de la fe. La fe puede venir hoy, ahora. "Ahora es el tiempo aceptable, ahora es el día de la salvación" (2 Cor. 6:2). "Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestro corazón" (Heb. 3:7).
27. Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.
"¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?" (Rom. 6:3). Es por su muerte como Cristo nos redime de la maldición de la ley, pero nosotros tenemos que morir con Él. El bautismo es "una muerte semejante a la suya" (Rom. 6:5). Resucitamos para andar "en novedad de vida", la vida de Cristo (ver Gál. 2:20). Habiendo sido revestidos de Cristo, somos uno en Él. Estamos completamente identificados con Él. Nuestra identidad se pierde en la suya. Oímos frecuentemente decir de quien se ha convertido: 'Ha cambiado tanto, que a duras penas lo reconocerías. No es el mismo'. No, no lo es. Dios ha hecho de él otro hombre. Por lo tanto, siendo uno con Cristo, le pertenece todo lo que es de Cristo, incluyendo un sitio en los "lugares celestiales" en donde Cristo mora. Desde la cárcel del pecado, se lo exalta hasta la morada de Dios. Ahora bien, eso presupone que el bautismo sea para él una realidad, no una simple formalidad externa. No es solamente en el agua visible en la que se bautiza, sino "en Cristo", en la vida de Él.
¿Cómo nos salva el bautismo?
El vocablo griego que traducimos por "bautizar", significa sumergir. El herrero griego bautizaba en agua el material que forjaba, con el objeto de enfriarlo. El ama de casa, bautizaba su colada para lavarla. Y con el mismo propósito bautizaban todos sus manos en agua. Sí, y todos acudían con frecuencia al baptisterion –o estanque– con similar propósito. De ahí tomamos nuestra voz baptisterio (o bautisterio). Era y es un lugar en donde uno podía sumergirse totalmente bajo el agua.
La expresión "bautizados en Cristo", indica cuál ha de ser nuestra relación con Él. Debemos resultar sorbidos y perdidos de vista en su vida. Entonces sólo se verá a Cristo, de forma que ya no vivo yo, puesto que "fuimos sepultados junto con él para muerte por medio del bautismo" (Rom. 6:4). El bautismo nos salva "por la resurrección de Jesucristo" (1 Pedro 3:21), puesto que somos bautizados en su muerte, "a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en nueva vida". "Si fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; mucho más... seremos salvos por su vida" (Rom. 5:10). Por lo tanto, el bautismo en Cristo –no la mera forma, sino el hecho–, nos salva.
El bautismo significa "una buena conciencia" ante Dios (1 Pedro 3:21). En ausencia de ésta, no hay bautismo cristiano. Por lo tanto, el candidato al bautismo debe tener la edad suficiente como para poder tener "conciencia" del hecho. Debe tener conciencia de pecado, y también del perdón mediante Cristo. Ha de conocer la vida que entonces se manifiesta, y ha de deponer voluntariamente su antigua vida de pecado, para entregarse a una nueva vida de justicia.
El bautismo no consiste en quitar "las impurezas del cuerpo" (1 Pedro 3:21), ni tampoco en la limpieza exterior de ese cuerpo, sino en "una conciencia buena como respuesta hacia Dios" (N. T. Interl.), una purificación del alma y la conciencia. Hay un manantial abierto, para lavar el pecado y la inmundicia (Zac. 13:1), y por ese manantial fluye la sangre de Jesús. La vida de Cristo mana desde el trono de Dios, "en medio" del cual está de pie "un Cordero como si hubiera sido inmolado" (Apoc. 5:6), tal como manó del costado herido de Cristo, en la cruz. Cuando "por el Espíritu Eterno se ofreció sin mancha a Dios" (Heb. 9:14), de su costado herido brotó agua y sangre (Juan 19:34). "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla y lavarla en el lavado del agua, por la Palabra [literalmente: baño de agua en la palabra]" (Efe. 5:25 y 26). Al ser enterrado en agua en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el creyente da fe de su aceptación voluntaria del agua de vida, la sangre de Cristo, que purifica de todo pecado, y de que se dispone desde entonces a vivir de toda palabra procedente de la boca de Dios. Desde ese momento se pierde a sí mismo de vista, y sólo la vida de Cristo se manifiesta en su carne mortal.
28. Ya no hay judío ni griego, ni siervo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.
29. Y ya que sois de Cristo, de cierto sois descendientes de Abrahán, y conforme a la promesa, herederos.
"No hay diferencia" (Rom. 3:22; 10:12). Es la nota tónica del evangelio. Todos son pecadores por igual, y todos son salvos de la misma manera. Quien pretendiese hacer diferencia en razón de la nacionalidad –judío o gentil—, la podría hacer igualmente a propósito del sexo –varón o hembra–, o de la condición social –amo o esclavo–, etc. Pero no hay diferencia. Todos los seres humanos son iguales ante Dios, sin importar la raza o condición. "Sois uno en Cristo Jesús", y el Uno es Cristo. "No dice: 'Y a sus descendientes', como si hablara de muchos, sino de uno solo: 'A tu Descendiente', que es Cristo" (Gál. 3:16). No hay más que una descendencia, pero abarca a todos los que son de Cristo.
Ser revestidos de Cristo significa ser vestidos "del nuevo hombre, creado para ser semejante a Dios en justicia y santidad" (Efe. 4:24). Abolió en su carne la enemistad, la mente carnal, "para crear en sí mismo de los dos un nuevo hombre, haciendo la paz" (Efe. 2:15). Él es el auténtico Hombre, "Jesucristo hombre". Fuera de Él no existe verdadera humanidad. Llegamos "a un varón perfecto" solamente en la "medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Efe. 4:13). En la plenitud del tiempo, Dios reunirá todas las cosas en Cristo. No habrá más que un solo Hombre, y solamente su justicia, en la medida en que el "Descendiente" es uno. "Y ya que sois de Cristo, de cierto sois descendientes de Abrahán, y conforme a la promesa, herederos".
El "Descendiente" es Cristo. Así lo declara el texto. Pero Cristo no vivió para sí mismo. Ganó una herencia, no para sí mismo, sino para sus hermanos. El propósito de Dios es reunir en Cristo, "bajo una sola cabeza, todo lo que está en el cielo y lo que está en la tierra" (Efe. 1:10). Un día pondrá fin a todas las divisiones, sea de la clase que sean, y lo hace ya ahora en aquellos que lo aceptan. En Cristo no hay distinciones de nacionalidad, clase o rango. El cristiano piensa de cualquier otra persona –inglés, alemán, francés, ruso, turco, chino o africano– simplemente como de una persona, y por lo tanto, como un posible heredero de Dios mediante Cristo. Si esa otra persona, de la raza o condición que sea, se hace también cristiano, los lazos vienen a ser mutuos, y por lo tanto aún más fuertes. "Ya no hay judío ni griego, ni siervo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús".
Esa es la razón que hace imposible que un cristiano haga la guerra. El cristiano no conoce distinción de nacionalidad, sino que ve a su hermano en todo hombre. La vida de Cristo es su vida, puesto que es uno con Cristo. Le será tan imposible entregarse a la lucha, como habría sido para Cristo el blandir la espada y pelear en defensa propia, ante el ataque de los soldados romanos. Y dos cristianos no pueden luchar entre sí más de lo que Cristo puede luchar contra sí mismo.
No obstante, la guerra no es ahora el objeto de nuestro estudio, sino el señalar la absoluta unidad de los creyentes en Cristo. Efectivamente, son uno. A pesar de los muchos millones de creyentes que pueda haber, son uno en Cristo. Cada uno posee su propia individualidad, pero se trata siempre de la manifestación de algún aspecto de la individualidad de Cristo. El cuerpo humano tiene muchos miembros, y todos ellos difieren en sus peculiaridades. Sin embargo, observamos perfecta unidad y armonía en el cuerpo humano, en su estado de salud. En aquellos que se han vestido del "nuevo hombre", el cual "se renueva hasta el conocimiento pleno, conforme a la imagen de su Creador,... no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, en todos" (Col. 3:10 y 11).
La cosecha
En la explicación que Cristo dio de la parábola del trigo y la cizaña, señaló que "la buena semilla [o descendiente] son los hijos del reino" (Mat. 13:38). El agricultor no permitió que se arrancara la cizaña, debido a que en los estadios iniciales era difícil distinguirla del trigo, y parte de éste resultaría destruido; por lo tanto, dijo: "Dejad crecer lo uno y lo otro hasta la siega. Y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla, pero juntad el trigo en mi granero" (verso 30). Como es bien sabido, es en la cosecha cuando se recoge la simiente.
La parábola tiene por fin específico el enseñar que es en la cosecha cuando la simiente se manifiesta en su plenitud. Todo lo que la cosecha aguarda es la plena manifestación y madurez de la semilla.
Ahora bien, "la siega es el fin del mundo". Por lo tanto, el tiempo señalado en Gálatas 3:19, "hasta que viniese la simiente [o descendiente] a quien ha sido prometida" (N. T. Interl.), no es otro que el fin del mundo, momento en el que ha de hallar cumplimiento la promesa referente a la tierra nueva. La "simiente" –o descendiente– no puede manifestarse antes de ese tiempo.
Leemos de nuevo Gálatas 3:19 (R.V. 1977): "Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien estaba destinada la promesa". ¿Qué nos enseña el versículo? Sencillamente esto: que la ley, tal cual fue proclamada en el Sinaí, sin cambiar una jota ni un tilde, es parte integral del evangelio, y debe ser presentada en el evangelio, hasta la segunda venida de Cristo en el fin del mundo. "Mientras existan el cielo y la tierra, ni una letra, ni un punto de la Ley perecerán, sin que todo se cumpla" (Mat. 5:18). Y ¿qué diremos del momento en el que "pasen" este cielo y tierra, para establecerse los nuevos? Entonces no habrá más necesidad de que la ley esté escrita en un libro, a fin de poder predicar a los pecadores, y que sus pecados les sean expuestos. En aquel tiempo estará en el corazón de todo hombre (Heb. 8:10-11). ¿Abolida? ¡De ninguna manera!, sino grabada indeleblemente en el corazón de cada persona, escrita, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente.
La "simiente" se refiere a todos cuantos pertenecen a Cristo. Y sabemos que la "herencia" prometida no se ha manifestado en su plenitud. Jesús, en sus días en esta tierra, no la recibió en mayor medida que Abrahán. Cristo mismo no puede poseer la "herencia" prometida antes que lo haga Abrahán, puesto que "las promesas fueron hechas a Abrahán y a su Descendiente [o simiente]". El Señor habló por medio de Ezequiel de esa "herencia" en el momento en que David dejase de tener un representante de su trono en la tierra, y predijo la caída de Babilonia, Persia, Grecia y Roma en estos términos: "Depón la tiara, quita la corona... ¡Ruina! ¡Ruina! ¡A ruina la reduciré! No será más restaurada, hasta que venga Aquel a quien corresponde el derecho. Y a él se la entregaré" (Eze. 21:26 y 27).
Así, Cristo está sentado en el trono de su Padre, y "desde entonces está esperando que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies" (Heb. 10:13). Pronto volverá. Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios, y herederos juntamente con Cristo, de forma que Cristo no puede poseer la herencia antes que ellos. La "simiente" es una; no está dividida. Cuando Cristo venga a ejecutar el juicio, y a destruir a aquellos que han elegido así: "no queremos que este hombre reine sobre nosotros", cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con Él, "entonces se sentará en su trono de gloria" (Mat. 25:31).
Entonces estará completa la "simiente", y se cumplirá la promesa. Hasta ese momento, la ley continuará cumpliendo fielmente su misión de despertar y aguijonear la conciencia de los pecadores, no dándoles descanso hasta que vengan a identificarse con Cristo, o bien lo rechacen plenamente. ¿Aceptarás sus términos, querido lector? ¿Pondrás fin a tus quejas a propósito de esa ley que te salva de hundirte en un sueño fatal? ¿Aceptarás la justicia de la ley, en Cristo? Si así lo haces, como verdadera simiente de Abrahán que eres, y heredero según la promesa, puedes alegrarte en tu liberación de la esclavitud del pecado, cantando:
¡Feliz el día en que escogí
servirte, mi Señor y Dios!
Precioso es que mi gozo en ti
lo muestre hoy con obra y voz.
¡Soy feliz! ¡soy feliz!
y en tu favor me gozaré.
En libertad y luz me vi
cuando triunfó en mí la fe,
y el raudal carmesí,
salud de mi alma enferma fue.
A medida que avanzamos, hay que recordar que el pacto y la promesa son coincidentes, y que incluyen la tierra, la tierra nueva que se ha de dar a Abrahán y a sus hijos. Es también necesario recordar que, puesto que solamente la justicia puede morar en los nuevos cielos y tierra, la promesa incluye el hacer justos a todos los que creen. Eso se efectúa en Cristo, en quien halla confirmación la promesa. "Un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo anula ni le añade"; ¡cuánto menos tratándose del pacto de Dios!
Por lo tanto, puesto que se nos ha dado seguridad de la justicia eterna mediante el "pacto" hecho con Abrahán, que fue confirmado en Cristo por el juramento de Dios, es imposible que la ley proclamada cuatrocientos treinta años más tarde pudiese introducir ningún elemento nuevo. A Abrahán le fue dada la herencia mediante la promesa. Pero si cuatrocientos treinta años después viniese a resultar que ahora había que conseguir la herencia de alguna otra forma, eso dejaría sin efecto la promesa, y el pacto quedaría anulado. Pero eso implicaría la disolución del gobierno de Dios y el final de su existencia, puesto que Él puso su misma existencia como prenda o garantía de que daría a Abrahán y a su simiente la herencia, y la justicia requerida para poseerla. "Porque no fue por la Ley, como Abrahán y sus descendientes recibieron la promesa de que serían herederos del mundo, sino por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). El evangelio fue tan pleno y completo en los días de Abrahán, como siempre lo haya sido, o pueda llegar a serlo. Tras el juramento de Dios a Abrahán, no es posible hacer adición o cambio alguno a sus provisiones o condiciones. No es posible restarle nada a la forma en la que entonces existía, y nada puede ser requerido de hombre alguno, que no lo fuese igualmente de Abrahán.
19. Entonces, ¿para qué sirve la Ley? Fue dada por causa de las transgresiones, hasta que viniera el Descendiente, a quien se refiere la promesa. La Ley fue promulgada por ángeles, por medio de un mediador.
"¿Para qué sirve la Ley?". El apóstol Pablo hace esta pregunta a fin de poder mostrar de la forma más enfática el papel de la ley en el evangelio. La pregunta es muy lógica. Puesto que la herencia viene enteramente por la promesa, y un "pacto" que ha sido confirmado no puede ser alterado (no se le puede añadir ni quitar nada), ¿cuál fue el objeto de enviar la ley cuatrocientos treinta años después?, "¿para qué sirve la ley?", ¿qué hace aquí?, ¿qué papel desempeña?
"Fue dada por causa de las transgresiones". Hay que entender con claridad que la promulgación de la ley en Sinaí no fue el principio de su existencia. Existía en los días de Abrahán, y éste la obedeció (Gén. 26:5). Existía antes de ser pronunciada en el Sinaí (ver Éxo. 16:1-4, 27 y 28). Fue "dada", en el sentido de que en el Sinaí se la proclamó de forma explícita, in extenso.
"Por causa de las transgresiones". "La Ley vino para que se agrandara el pecado" (Rom. 5:20). En otras palabras, "para que por el Mandamiento se viera la malignidad del pecado" (Rom. 7:13). Fue promulgada bajo las circunstancias de la más terrible majestad, como una advertencia a los hijos de Israel de que mediante su incredulidad estaban en peligro de perder la herencia prometida. A diferencia de Abrahán, no creyeron al Señor, y "todo lo que no procede de la fe, es pecado" (Rom. 14:23). Pero la herencia había sido prometida "por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). Por lo tanto, los judíos incrédulos no podían recibirla.
Así pues, la ley les fue dada para convencerlos de que carecían de la justicia necesaria para poseer la herencia. Si bien la justicia no viene por la ley, ha de estar "respaldada [atestiguada: N.T. Interl.] por la Ley" (Rom. 3:21). Resumiendo, se les dio la ley para que viesen que no tenían fe, y que por lo tanto, no eran verdaderos hijos de Abrahán, y estaban en camino de perder la herencia. Dios habría puesto su ley en los corazones de ellos tal como había hecho ya con Abrahán, en caso de que hubiesen creído, como lo hizo éste. Pero dado que habían dejado de creer, y sin embargo mantenían aún la pretensión de ser herederos de la promesa, era necesario mostrarles de la forma más contundente que la incredulidad es pecado. La ley fue dada por causa de las transgresiones, o (lo que es lo mismo) a causa de la incredulidad del pueblo.
La confianza propia es pecado
El pueblo de Israel estaba lleno de confianza propia y de incredulidad hacia Dios, como demostraron en su murmuración contra la dirección divina, y por su seguridad de poder realizar todo lo que Dios requería, de poder cumplir sus promesas. Manifestaban el mismo espíritu que sus descendientes, quienes preguntaron: "¿Qué haremos para realizar las obras de Dios?" (Juan 6:28). Ignoraban de tal modo la justicia de Dios, que pensaban que podían establecer la suya propia a modo de equivalente (Rom. 10:3). A menos que vieran su pecado, de nada iba a valerles la promesa. De ahí la necesidad de presentarles la ley.
El ministerio de los ángeles
"¿No son todos ellos espíritus servidores, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación?" (Heb. 1:14). No nos es dado saber cuál era exactamente el papel de los millares de ángeles que estuvieron presentes en el Sinaí. Pero sabemos que los ángeles tienen un profundo e íntimo interés en todo lo que concierne al hombre. Cuando se pusieron los fundamentos de la tierra, "se regocijaban todos los hijos de Dios" (Job. 38:7). Una multitud, de entre la hueste celestial, entonaba cánticos de alabanza en la anunciación del nacimiento del Salvador de los hombres. Esos seres "poderosos en fortaleza" asisten al Rey de reyes, y se aprestan a hacer su voluntad, ejecutando sus órdenes y obedeciendo su palabra (Sal. 103:20 y 21). El hecho de que estuvieran presentes al ser dada la ley, demuestra que se trataba de un evento de la mayor trascendencia y del más profundo significado.
Por medio de un Mediador
Así es como se dio la ley en el Sinaí. ¿Quién fue ese Mediador? No cabe más que una respuesta: "Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Tim. 2:5). Sin embargo, "el mediador no representa a uno solo, aunque Dios es uno". Dios y Jesucristo son Uno. Jesucristo es al mismo tiempo Dios y hombre. Al mediar entre Dios y el hombre, Jesucristo representa a Dios ante el hombre, y al hombre ante Dios. "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo" (2 Cor. 5:19). No hay, ni puede haber, otro mediador entre Dios y el ser humano. "En ningún otro hay salvación, porque no hay otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos 4:12).
La obra de Cristo como Mediador
El hombre se ha extraviado de Dios, y se ha rebelado contra Él. "Todos nos descarriamos como ovejas" (Isa. 53:6). Nuestras iniquidades nos han separado de nuestro Dios (Isa. 59:1 y 2). "La inclinación de la carne es contraria a Dios, y no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede" (Rom. 8:7). Cristo vino a fin de destruir la enemistad y reconciliarnos con Dios; Él es nuestra paz (Efe. 2:14-16). "Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3:18). Por medio de Él tenemos acceso a Dios (Rom. 5:1 y 2; Efe. 2:18). En Él es quitada la mente carnal, la mente rebelde, y se da en su lugar la mente del Espíritu, "para que la justicia que quiere la Ley se cumpla en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu" (Rom. 8:4). La obra de Cristo es salvar aquello que se había perdido, restaurar lo que se quebrantó, reunir lo que se había separado. Su nombre es "Dios con nosotros". Cuando Él mora en nosotros, somos hechos participantes "de la naturaleza divina" (2 Pedro 1:4).
La obra mediadora de Cristo no está limitada en el tiempo ni en el alcance. Ser mediador significa más que ser intercesor. Cristo era mediador antes de que el pecado entrara en el mundo, y será mediador cuando el pecado no exista más en el universo, y no haya necesidad alguna de perdón. "Todas las cosas subsisten en él". Es la misma "imagen del Dios invisible". Él es la vida. Solo en Él y por medio de Él fluye la vida de Dios a toda la creación. Por lo tanto, Él es el medio, el mediador, la manera por la que la luz de la vida alumbra al universo. No se convirtió en mediador cuando el hombre cayó, sino que lo era desde la eternidad. Nadie, no solamente ningún hombre, sino ningún ser creado, viene al Padre sino por Cristo. Ningún ángel puede estar en la divina presencia, sino en Cristo. La entrada del pecado en el mundo no requirió el desarrollo de ningún nuevo poder, o la puesta en marcha de ninguna nueva maquinaria. El poder que había creado todas las cosas no hizo más que continuar, en la infinita misericordia de Dios, para la restauración de lo que se había perdido. Todas las cosas fueron creadas en Cristo; por lo tanto, tenemos redención en su sangre (Col. 1:14-17). El poder que anima y sostiene al universo es el mismo poder que nos salva. "A Aquel que es poderoso para hacer infinitamente más que todo cuanto pedimos o entendemos, por el poder que opera en nosotros; a él sea la gloria en la iglesia por Cristo Jesús, por todas edades, por los siglos de los siglos. Amén" (Efe. 3:20 y 21). (Ver Apoc. 4:11 y 5:9, N.T).
21. Luego ¿es la Ley contraria a las promesas de Dios? ¡De ninguna manera! Porque si la Ley pudiera vivificar, la justicia vendría realmente por la Ley.
22. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por medio de la fe en Jesucristo.
"¿Es la Ley contraria a las promesas de Dios? ¡De ninguna manera!" Si lo fuera, la ley no habría sido dada "por medio de un mediador", Jesucristo, ya que todas las promesas de Dios son 'Sí' en Él (2 Cor. 1:20). En Cristo encontramos combinadas la ley y la promesa. Podemos saber que la ley no iba, y no va contra la promesa, por el hecho de que fue Dios quien dio tanto la una como la otra. Sabemos igualmente que la proclamación de la ley no introdujo ningún elemento nuevo en el "pacto". Puesto que el pacto había sido confirmado, nada podía añadirse, ni serle quitado. Pero la ley no es algo inútil, ya que en ese caso Dios no la habría dado. El que guardemos o no la ley, no es un asunto opcional, pues Dios mismo la ordenó. Pero al mismo tiempo, no va contra la promesa, ni introduce ningún elemento en ella. ¿Por qué? Sencillamente, porque la ley está incluida en la promesa. La promesa del Espíritu dice: "Pondré mis leyes en la mente de ellos, las escribiré sobre su corazón" (Heb. 8:10). Eso es exactamente lo que Dios hizo con Abrahán al darle el pacto de la circuncisión. (Rom. 4:11; 2:25-29; Fil. 3:3).
La ley magnifica la promesa
La ley es justicia, como Dios declara: "Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi Ley" (Isa. 51:7). La justicia que la ley requiere es la única justicia que puede heredar la tierra prometida. Se la obtiene, no por las obras de la ley, sino por la fe. La justicia de la ley no se obtiene mediante esfuerzos por guardar la ley, sino por la fe (Rom. 9:30-32). Por lo tanto, cuanto mayor sea la justicia que la ley requiere, más engrandecida resulta la promesa de Dios, pues Él ha prometido dar esa justicia a todos los que creen. Sí, ¡lo ha jurado! Por lo tanto, cuando fue dada la ley en el Sinaí, "en medio del fuego, la nube y la oscuridad, con potente voz" (Deut. 5:22), con sonido de trompeta de Dios, con temblor de tierra ante la presencia del Señor y sus santos ángeles, se mostró la inefable grandeza y majestad de la ley de Dios. Para todo aquel que recordase el juramento de Dios a Abrahán, fue una revelación de la sobrecogedora grandeza de la promesa de Dios, puesto que juró que daría toda la justicia que la ley demanda a quienquiera que confiase en Él. La voz atronadora con la que se pronunció la ley fue la misma que en las cimas de las montañas proclamó las buenas nuevas de la gracia salvadora de Dios (Isa. 40:9). Los preceptos de Dios son promesas. No puede ser de otra manera, pues Él sabe que no tenemos poder alguno. ¡Todo lo que el Señor requiere, Él mismo lo da! Cuando dice "no harás..." podemos tomarlo como la seguridad que Él nos da de que si simplemente creemos, nos preservará del pecado contra el que advierte en ese precepto.
Justicia y vida
"Si la Ley pudiera vivificar, la justicia vendría realmente por la Ley". Eso demuestra que la justicia es vida. No se trata de una mera fórmula, de una teoría muerta, o de un dogma, sino de acción vital. Cristo es la vida, y Él es, por consiguiente, nuestra justicia. La ley escrita en dos tablas de piedra no podía dar vida; no más de la que puede dar la piedra sobre la que estaba escrita. Todos sus preceptos son perfectos, pero su expresión escrita en caracteres esculpidos sobre la piedra, no puede transformarse por sí misma en acción. El que recibe la ley solamente en la letra, posee el "ministerio de condenación" y muerte (2 Cor. 3:9). Pero "el Verbo [la Palabra] se hizo carne". En Cristo, la Piedra viviente, la ley es vida y paz. Recibiéndolo a Él por "el ministerio del Espíritu" (2 Cor. 3:8), poseemos la vida de justicia que la ley aprueba.
El versículo veintiuno muestra que la ley fue dada para enfatizar la grandeza de la promesa. Todas las circunstancias que acompañaron la promulgación de la ley –la trompeta, las voces, el terremoto, el fuego, la tempestad, los relámpagos y truenos, la barrera de muerte en torno al monte–, indicaban que la ley "obra ira" en los "hijos de desobediencia" (Rom. 4:15; Efe. 5:6). Pero el hecho mismo de que la ley obre ira solamente en los hijos de desobediencia, muestra que la ley es buena, y que "el que hace estas cosas, vivirá por ellas" (Rom. 10:5). ¿Era el propósito de Dios desalentar a su pueblo? De ninguna manera. Es necesario obedecer la ley, y los terrores del Sinaí tenían por objeto llevarlos de nuevo al juramento que Dios hizo cuatrocientos treinta años antes; juramento que ha de permanecer para todo hombre en todo tiempo, como la seguridad de la justicia que viene mediante el Salvador crucificado que vive por siempre.
Aprendiendo a sentir nuestra necesidad
Refiriéndose al Consolador, Jesús dijo: "Cuando él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (Juan 16:8). De sí mismo, dijo: "No he venido a llamar a justos, sino a pecadores". "Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos" (Mar. 2:17). Uno ha de reconocer su necesidad, antes de poder aceptar la ayuda; ha de saberse enfermo, para recibir el remedio.
De igual forma, la promesa de la justicia pasará totalmente inadvertida para aquel que no se reconoce pecador. Por lo tanto, la primera parte de la obra consoladora del Espíritu Santo consiste en convencer a los hombres de pecado. "La Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por medio de la fe en Jesucristo" (Gál. 3:22). "Por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado" (Rom. 3:20). El que se sabe pecador, está en el camino del conocimiento, y "si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de todo mal" (1 Juan 1:9).
Así, la ley es, en las manos del Espíritu, un agente activo que induce a los hombres a que acepten la plenitud de la promesa. Nadie odiará a aquel que le salvó la vida señalándole un peligro que le era desconocido. Al contrario, recibirá la consideración de amigo, y será recordado siempre con gratitud. Así es como verá la ley quien haya sido avisado por su voz de advertencia, a fin de que huya de la ira que vendrá. Dirá con el salmista: "Los pensamientos vanos aborrezco; mas amo tu ley" (Sal. 119:113).
23. Antes que viniese la fe, estábamos guardados por la Ley, reservados [encerrados, N.T. Interl.] para la fe que iba a ser revelada.
Observa la similitud entre los versículos 8 y 22: "Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por medio de la fe en Jesucristo" (verso 22). "La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, de antemano anunció el evangelio a Abrahán, al decirle: 'Por medio de ti serán benditas todas las naciones' " (verso 8). Vemos que la Escritura que predica el evangelio es la misma que "encerró" a todos los hombres bajo pecado. Por supuesto, el que está encerrado bajo la ley es un prisionero. En los gobiernos terrenales, un criminal resulta apresado tan pronto como la ley logra "atraparlo". La ley de Dios es omnipresente, y está siempre activa. Por lo tanto, en el momento en que el hombre peca, resulta encerrado o aprisionado. Tal es la condición del mundo entero, "por cuanto todos pecaron", y "no hay justo, ni aun uno".
Aquellos desobedientes a quienes Cristo predicó en los días de Noé, estaban en prisión (1 Pedro 3:19 y 20). Pero como el resto de pecadores, eran "presos de esperanza" (Zac. 9:12). "El Eterno miró desde lo alto de su Santuario, miró desde el cielo a la tierra, para escuchar el gemido de los presos, y librar a los sentenciados a muerte" (Sal. 102:19 y 20). Cristo se da "por pacto del pueblo, por luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques de la cárcel a los presos, y de prisión a los que están en tinieblas" (Isa. 42:6 y 7).
Si es que no conocieses aún el gozo y la libertad del Señor, permite que te hable desde mi experiencia personal. Algún día no muy lejano, quizá sea hoy mismo, el Espíritu de Dios te hará sentir profunda convicción de pecado. Puedes haber estado lleno de dudas y vacilaciones, puedes haber buscado toda clase de excusas y evasivas, pero al llegar ese momento, no tendrás nada que responder. No tendrás entonces duda alguna con respecto a la realidad de Dios y el Espíritu Santo, y no necesitarás argumento alguno que te asegure de ella. Reconocerás la voz de Dios hablando a tu alma, y tu clamor será como el del antiguo Israel: "no hable Dios con nosotros, para que no muramos" (Éxo. 20:19). Sabrás entonces lo que significa estar "encerrado" en una prisión cuyas paredes sentirás tan próximas a ti, que además de hacer imposible tu huida, parezcan asfixiarte. Los relatos de personas que fueron condenadas a ser enterradas en vida bajo una pesada losa, se tornarán extrañamente vívidos y reales, cuando sientas como si las tablas de la ley aplastaran tu vida, y tu corazón se quebrantase bajo la acometida de una implacable mano de piedra. En ese momento, te proporcionará gran gozo recordar que estás "encerrado" solamente con el propósito de que 'por la fe recibas la promesa del Espíritu' "en Cristo Jesús" (Gál. 3:14). Tan pronto como te aferres a esa promesa, descubrirás que es la llave para abrir todas las puertas de tu "Castillo de la duda" (El Progreso del Peregrino). Las puertas de la prisión se abrirán entonces de par en par, y dirás: "Escapamos cual ave del lazo del cazador, se quebró el lazo, y escapamos" (Sal. 124:7).
Bajo la ley, bajo pecado
Antes que viniese la fe, estábamos encerrados bajo la ley, estábamos prisioneros para la fe que había de manifestarse después. Sabemos que todo lo que no es de fe, es pecado (Rom. 14:23). Por lo tanto, estar "bajo la ley" es lo mismo que estar bajo pecado. La gracia de Dios trae salvación del pecado, de tal manera que cuando creemos en la gracia de Dios, dejamos de estar bajo la ley, pues somos libertados del pecado. Por consiguiente, los que están bajo la ley son los transgresores de la ley. Los justos no están bajo la ley, sino que caminan en ella.
24. Así, la Ley fue nuestro tutor para llevarnos a Cristo, para que seamos justificados por la fe.
"Tutor" se ha traducido de la voz griega paidagogos, o pedagogo. El pedagogo era un esclavo del padre de familia, que tenía por misión acompañar al niño a la escuela, y asegurarse de que éste no malograba su instrucción entregándose a la disipación y el juego. Si el infante intentaba escapar, el pedagogo tenía que traerlo de vuelta al camino, y tenía autoridad incluso para emplear métodos físicos de corrección. "Tutor" o "instructor", no son buenas traducciones del término griego. La idea es más bien la de guardián o vigilante. El niño sometido a su custodia, aun teniendo un rango superior, está de hecho privado de libertad, como si estuviera en prisión. Todo aquel que no cree, está bajo pecado, encerrado bajo la ley, y por lo tanto, la ley actúa como su guardián o vigilante. La ley lo mantendrá esclavo. El culpable no puede escapar en su culpa. Aunque Dios es misericordioso y clemente, "de ningún modo tendrá por inocente al malvado" (Éxo. 34:6-7). Es decir, jamás mentirá diciendo que lo malo es bueno. Lo que hace es proveer un remedio en el que el culpable pueda quedar libre de su culpa. Entonces la ley dejará de coartar su libertad, y podrá caminar libre en Cristo.
Libertad en Cristo
Cristo dice: "Yo soy la puerta" (Juan 10:9). Él es igualmente el redil, y también el Pastor. El hombre supone que es libre saliendo fuera del redil, y piensa que venir al redil significa poner cortapisas a su libertad; sin embargo, es exactamente al revés. El redil de Cristo es un "lugar amplio", mientras que la incredulidad es una prisión estrecha. La amplitud de pensamiento del pecador nunca puede superar el ámbito de lo estrecho. El verdadero libre-pensador es aquel que comprende "bien con todos los santos, la anchura y la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo, y [conoce] ese amor que supera a todo conocimiento" (Efe. 3:18 y 19). Fuera de Cristo no hay más que esclavitud. Sólo en Él hay libertad. Fuera de Cristo, el hombre está en prisión, "su propio pecado lo sujeta como un lazo" (Prov. 5:22).
"El poder del pecado es la Ley" (1 Cor. 15:56). Es la ley la que declara pecador al hombre, y le hace consciente de su condición. "Por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado", y "el pecado no se imputa donde no hay ley" (Rom. 3:20; 5:13). La ley conforma las paredes de la prisión del pecador. Lo encierra en ella, haciendo que se sienta incómodo, oprimido por el sentido del pecado, como si fuera a privarle de la vida. El pecador se debate en vanos y frenéticos esfuerzos por escapar, pero los mandamientos se erigen a modo de inexpugnables muros a su alrededor. Vaya en la dirección que vaya, se tropieza con un mandamiento que le dice: 'Nunca puedes encontrar la libertad por mí, puesto que has pecado'. Si procura ponerse a buenas con la ley y promete obedecerla, su situación no mejora en nada, ya que su pecado permanece de todos modos. La ley lo aguijonea, y lo lleva a la única vía de escape: "la promesa... por medio de la fe en Jesucristo". En Cristo es hecho verdaderamente libre, ya que es hecho justicia de Dios en Él. En Cristo está la perfecta ley de la libertad.
La ley predica el evangelio
Toda la creación habla de Cristo, proclamando el poder de su salvación. Cada fibra del ser humano clama por Cristo. Aunque el hombre pueda no saberlo, Cristo es el "Deseado de todas las gentes" (Hag. 2:7). Sólo Él colma de "bendición a todo viviente" (Sal. 145:16). Solamente en Él se encuentra el remedio para la inquietud y anhelo del mundo.
Puesto que Cristo, en quien hay paz –ya que "Él es nuestra paz"–, está buscando a los que están trabajados y cargados, y los llama a venir a Él, y teniendo en cuenta que todo hombre tiene anhelos que ninguna otra cosa en el mundo puede colmar, queda claro que si la ley despierta en el hombre una percepción clara de su condición, y la ley continúa aguijoneándolo, no dándole descanso, impidiéndole cualquier otra vía de escape, el hombre acabará por encontrar la puerta de salvación, ya que ¡está abierta de par en par! Cristo es la ciudad de refugio a donde puede huir todo aquel que se encuentre asediado por el vengador de la sangre, con la seguridad de que será bienvenido. Solamente en Cristo hallará el pecador descanso del látigo de la ley, porque en Cristo se cumple en nosotros la justicia de la ley (Rom. 8:4). La ley no permitirá a nadie ser salvo, a menos que posea "la justicia que viene de Dios por la fe" (Fil. 3:9), la fe de Jesús.
25. Y como vino la fe, ya no estamos bajo tutor.
26. Así, todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.
"La fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Cristo" (Rom. 10:17). Cuando el hombre recibe la Palabra de Dios, la palabra de la promesa que trae con ella la plenitud de la ley, y en lugar de luchar en su contra, se rinde a ella, le "vino la fe". El capítulo undécimo de Hebreos demuestra que la fe vino desde el principio. Desde los días de Abel, el hombre ha encontrado la libertad por medio de la fe. La fe puede venir hoy, ahora. "Ahora es el tiempo aceptable, ahora es el día de la salvación" (2 Cor. 6:2). "Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestro corazón" (Heb. 3:7).
27. Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.
"¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?" (Rom. 6:3). Es por su muerte como Cristo nos redime de la maldición de la ley, pero nosotros tenemos que morir con Él. El bautismo es "una muerte semejante a la suya" (Rom. 6:5). Resucitamos para andar "en novedad de vida", la vida de Cristo (ver Gál. 2:20). Habiendo sido revestidos de Cristo, somos uno en Él. Estamos completamente identificados con Él. Nuestra identidad se pierde en la suya. Oímos frecuentemente decir de quien se ha convertido: 'Ha cambiado tanto, que a duras penas lo reconocerías. No es el mismo'. No, no lo es. Dios ha hecho de él otro hombre. Por lo tanto, siendo uno con Cristo, le pertenece todo lo que es de Cristo, incluyendo un sitio en los "lugares celestiales" en donde Cristo mora. Desde la cárcel del pecado, se lo exalta hasta la morada de Dios. Ahora bien, eso presupone que el bautismo sea para él una realidad, no una simple formalidad externa. No es solamente en el agua visible en la que se bautiza, sino "en Cristo", en la vida de Él.
¿Cómo nos salva el bautismo?
El vocablo griego que traducimos por "bautizar", significa sumergir. El herrero griego bautizaba en agua el material que forjaba, con el objeto de enfriarlo. El ama de casa, bautizaba su colada para lavarla. Y con el mismo propósito bautizaban todos sus manos en agua. Sí, y todos acudían con frecuencia al baptisterion –o estanque– con similar propósito. De ahí tomamos nuestra voz baptisterio (o bautisterio). Era y es un lugar en donde uno podía sumergirse totalmente bajo el agua.
La expresión "bautizados en Cristo", indica cuál ha de ser nuestra relación con Él. Debemos resultar sorbidos y perdidos de vista en su vida. Entonces sólo se verá a Cristo, de forma que ya no vivo yo, puesto que "fuimos sepultados junto con él para muerte por medio del bautismo" (Rom. 6:4). El bautismo nos salva "por la resurrección de Jesucristo" (1 Pedro 3:21), puesto que somos bautizados en su muerte, "a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en nueva vida". "Si fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; mucho más... seremos salvos por su vida" (Rom. 5:10). Por lo tanto, el bautismo en Cristo –no la mera forma, sino el hecho–, nos salva.
El bautismo significa "una buena conciencia" ante Dios (1 Pedro 3:21). En ausencia de ésta, no hay bautismo cristiano. Por lo tanto, el candidato al bautismo debe tener la edad suficiente como para poder tener "conciencia" del hecho. Debe tener conciencia de pecado, y también del perdón mediante Cristo. Ha de conocer la vida que entonces se manifiesta, y ha de deponer voluntariamente su antigua vida de pecado, para entregarse a una nueva vida de justicia.
El bautismo no consiste en quitar "las impurezas del cuerpo" (1 Pedro 3:21), ni tampoco en la limpieza exterior de ese cuerpo, sino en "una conciencia buena como respuesta hacia Dios" (N. T. Interl.), una purificación del alma y la conciencia. Hay un manantial abierto, para lavar el pecado y la inmundicia (Zac. 13:1), y por ese manantial fluye la sangre de Jesús. La vida de Cristo mana desde el trono de Dios, "en medio" del cual está de pie "un Cordero como si hubiera sido inmolado" (Apoc. 5:6), tal como manó del costado herido de Cristo, en la cruz. Cuando "por el Espíritu Eterno se ofreció sin mancha a Dios" (Heb. 9:14), de su costado herido brotó agua y sangre (Juan 19:34). "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla y lavarla en el lavado del agua, por la Palabra [literalmente: baño de agua en la palabra]" (Efe. 5:25 y 26). Al ser enterrado en agua en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el creyente da fe de su aceptación voluntaria del agua de vida, la sangre de Cristo, que purifica de todo pecado, y de que se dispone desde entonces a vivir de toda palabra procedente de la boca de Dios. Desde ese momento se pierde a sí mismo de vista, y sólo la vida de Cristo se manifiesta en su carne mortal.
28. Ya no hay judío ni griego, ni siervo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.
29. Y ya que sois de Cristo, de cierto sois descendientes de Abrahán, y conforme a la promesa, herederos.
"No hay diferencia" (Rom. 3:22; 10:12). Es la nota tónica del evangelio. Todos son pecadores por igual, y todos son salvos de la misma manera. Quien pretendiese hacer diferencia en razón de la nacionalidad –judío o gentil—, la podría hacer igualmente a propósito del sexo –varón o hembra–, o de la condición social –amo o esclavo–, etc. Pero no hay diferencia. Todos los seres humanos son iguales ante Dios, sin importar la raza o condición. "Sois uno en Cristo Jesús", y el Uno es Cristo. "No dice: 'Y a sus descendientes', como si hablara de muchos, sino de uno solo: 'A tu Descendiente', que es Cristo" (Gál. 3:16). No hay más que una descendencia, pero abarca a todos los que son de Cristo.
Ser revestidos de Cristo significa ser vestidos "del nuevo hombre, creado para ser semejante a Dios en justicia y santidad" (Efe. 4:24). Abolió en su carne la enemistad, la mente carnal, "para crear en sí mismo de los dos un nuevo hombre, haciendo la paz" (Efe. 2:15). Él es el auténtico Hombre, "Jesucristo hombre". Fuera de Él no existe verdadera humanidad. Llegamos "a un varón perfecto" solamente en la "medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Efe. 4:13). En la plenitud del tiempo, Dios reunirá todas las cosas en Cristo. No habrá más que un solo Hombre, y solamente su justicia, en la medida en que el "Descendiente" es uno. "Y ya que sois de Cristo, de cierto sois descendientes de Abrahán, y conforme a la promesa, herederos".
El "Descendiente" es Cristo. Así lo declara el texto. Pero Cristo no vivió para sí mismo. Ganó una herencia, no para sí mismo, sino para sus hermanos. El propósito de Dios es reunir en Cristo, "bajo una sola cabeza, todo lo que está en el cielo y lo que está en la tierra" (Efe. 1:10). Un día pondrá fin a todas las divisiones, sea de la clase que sean, y lo hace ya ahora en aquellos que lo aceptan. En Cristo no hay distinciones de nacionalidad, clase o rango. El cristiano piensa de cualquier otra persona –inglés, alemán, francés, ruso, turco, chino o africano– simplemente como de una persona, y por lo tanto, como un posible heredero de Dios mediante Cristo. Si esa otra persona, de la raza o condición que sea, se hace también cristiano, los lazos vienen a ser mutuos, y por lo tanto aún más fuertes. "Ya no hay judío ni griego, ni siervo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús".
Esa es la razón que hace imposible que un cristiano haga la guerra. El cristiano no conoce distinción de nacionalidad, sino que ve a su hermano en todo hombre. La vida de Cristo es su vida, puesto que es uno con Cristo. Le será tan imposible entregarse a la lucha, como habría sido para Cristo el blandir la espada y pelear en defensa propia, ante el ataque de los soldados romanos. Y dos cristianos no pueden luchar entre sí más de lo que Cristo puede luchar contra sí mismo.
No obstante, la guerra no es ahora el objeto de nuestro estudio, sino el señalar la absoluta unidad de los creyentes en Cristo. Efectivamente, son uno. A pesar de los muchos millones de creyentes que pueda haber, son uno en Cristo. Cada uno posee su propia individualidad, pero se trata siempre de la manifestación de algún aspecto de la individualidad de Cristo. El cuerpo humano tiene muchos miembros, y todos ellos difieren en sus peculiaridades. Sin embargo, observamos perfecta unidad y armonía en el cuerpo humano, en su estado de salud. En aquellos que se han vestido del "nuevo hombre", el cual "se renueva hasta el conocimiento pleno, conforme a la imagen de su Creador,... no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, en todos" (Col. 3:10 y 11).
La cosecha
En la explicación que Cristo dio de la parábola del trigo y la cizaña, señaló que "la buena semilla [o descendiente] son los hijos del reino" (Mat. 13:38). El agricultor no permitió que se arrancara la cizaña, debido a que en los estadios iniciales era difícil distinguirla del trigo, y parte de éste resultaría destruido; por lo tanto, dijo: "Dejad crecer lo uno y lo otro hasta la siega. Y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla, pero juntad el trigo en mi granero" (verso 30). Como es bien sabido, es en la cosecha cuando se recoge la simiente.
La parábola tiene por fin específico el enseñar que es en la cosecha cuando la simiente se manifiesta en su plenitud. Todo lo que la cosecha aguarda es la plena manifestación y madurez de la semilla.
Ahora bien, "la siega es el fin del mundo". Por lo tanto, el tiempo señalado en Gálatas 3:19, "hasta que viniese la simiente [o descendiente] a quien ha sido prometida" (N. T. Interl.), no es otro que el fin del mundo, momento en el que ha de hallar cumplimiento la promesa referente a la tierra nueva. La "simiente" –o descendiente– no puede manifestarse antes de ese tiempo.
Leemos de nuevo Gálatas 3:19 (R.V. 1977): "Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien estaba destinada la promesa". ¿Qué nos enseña el versículo? Sencillamente esto: que la ley, tal cual fue proclamada en el Sinaí, sin cambiar una jota ni un tilde, es parte integral del evangelio, y debe ser presentada en el evangelio, hasta la segunda venida de Cristo en el fin del mundo. "Mientras existan el cielo y la tierra, ni una letra, ni un punto de la Ley perecerán, sin que todo se cumpla" (Mat. 5:18). Y ¿qué diremos del momento en el que "pasen" este cielo y tierra, para establecerse los nuevos? Entonces no habrá más necesidad de que la ley esté escrita en un libro, a fin de poder predicar a los pecadores, y que sus pecados les sean expuestos. En aquel tiempo estará en el corazón de todo hombre (Heb. 8:10-11). ¿Abolida? ¡De ninguna manera!, sino grabada indeleblemente en el corazón de cada persona, escrita, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente.
La "simiente" se refiere a todos cuantos pertenecen a Cristo. Y sabemos que la "herencia" prometida no se ha manifestado en su plenitud. Jesús, en sus días en esta tierra, no la recibió en mayor medida que Abrahán. Cristo mismo no puede poseer la "herencia" prometida antes que lo haga Abrahán, puesto que "las promesas fueron hechas a Abrahán y a su Descendiente [o simiente]". El Señor habló por medio de Ezequiel de esa "herencia" en el momento en que David dejase de tener un representante de su trono en la tierra, y predijo la caída de Babilonia, Persia, Grecia y Roma en estos términos: "Depón la tiara, quita la corona... ¡Ruina! ¡Ruina! ¡A ruina la reduciré! No será más restaurada, hasta que venga Aquel a quien corresponde el derecho. Y a él se la entregaré" (Eze. 21:26 y 27).
Así, Cristo está sentado en el trono de su Padre, y "desde entonces está esperando que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies" (Heb. 10:13). Pronto volverá. Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios, y herederos juntamente con Cristo, de forma que Cristo no puede poseer la herencia antes que ellos. La "simiente" es una; no está dividida. Cuando Cristo venga a ejecutar el juicio, y a destruir a aquellos que han elegido así: "no queremos que este hombre reine sobre nosotros", cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con Él, "entonces se sentará en su trono de gloria" (Mat. 25:31).
Entonces estará completa la "simiente", y se cumplirá la promesa. Hasta ese momento, la ley continuará cumpliendo fielmente su misión de despertar y aguijonear la conciencia de los pecadores, no dándoles descanso hasta que vengan a identificarse con Cristo, o bien lo rechacen plenamente. ¿Aceptarás sus términos, querido lector? ¿Pondrás fin a tus quejas a propósito de esa ley que te salva de hundirte en un sueño fatal? ¿Aceptarás la justicia de la ley, en Cristo? Si así lo haces, como verdadera simiente de Abrahán que eres, y heredero según la promesa, puedes alegrarte en tu liberación de la esclavitud del pecado, cantando:
¡Feliz el día en que escogí
servirte, mi Señor y Dios!
Precioso es que mi gozo en ti
lo muestre hoy con obra y voz.
¡Soy feliz! ¡soy feliz!
y en tu favor me gozaré.
En libertad y luz me vi
cuando triunfó en mí la fe,
y el raudal carmesí,
salud de mi alma enferma fue.
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