E.J. Waggoner- Redimidos de la Maldición 2
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E.J. Waggoner- Redimidos de la Maldición 2
Redimidos de la maldición
"Cristo nos redimió de la maldición de la Ley". Algunos lectores superficiales de este pasaje se apresuran a exclamar: 'No necesitamos guardar la ley, puesto que Cristo nos ha redimido de su maldición', como si el texto dijese que Cristo nos ha redimido de la maldición de la obediencia. Los tales leen la Escritura sin provecho. La maldición, tal como hemos visto ya, es la desobediencia: "Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley, para hacerlas". Por lo tanto, Cristo nos ha redimido de la desobediencia a la ley. Dios envió a su Hijo "en semejanza de carne de pecado... para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros" (Rom. 8:3 y 4).
Alguno dirá irreflexivamente: 'Eso me tranquiliza: por lo que respecta a la ley, puedo hacer lo que quiera, puesto que todos fuimos redimidos'. Es cierto que todos fueron redimidos, pero no todos han aceptado la redención. Muchos dicen de Cristo: "no queremos que este hombre reine sobre nosotros", y alejan de ellos la bendición de Dios. Pero la redención es para todos. Todos han sido comprados con la preciosa sangre –la vida– de Cristo, y todos pueden, si así lo quieren, ser librados del pecado y de la muerte. Somos redimidos mediante esa sangre de "la vana conducta" que recibimos de nuestros padres (1 Pedro 1:18).
Tómate el tiempo para pensar en lo que eso significa. Permite que impresione tu alma la plenitud de la fuerza contenida en la expresión: "Cristo nos redimió de la maldición de la Ley", de nuestro fracaso en permanecer en sus justos requerimientos. ¡No necesitamos pecar más! Él cortó las ataduras de pecado que nos esclavizaban, de forma que todo cuanto hemos de hacer es aceptar su salvación, a fin de resultar liberados de todo pecado que nos domine. Ya no es más necesario que gastemos nuestras vidas en fervientes anhelos y en vanos lamentos por deseos incumplidos. Cristo no proporciona falsas esperanzas, sino que viene a los cautivos del pecado, y les declara: '¡Libertad! Las puertas de vuestra prisión están abiertas.
¡Salid de ella!' ¿Qué más cabe decir? Cristo ha ganado la más completa de las victorias sobre este presente siglo malo, sobre "la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida" (1 Juan 2:16), y nuestra fe en Él, hace nuestra su victoria. Todo cuanto hemos de hacer es aceptarla.
Cristo, hecho maldición por nosotros
Para todo aquel que lea la Biblia, resulta evidente que "Cristo murió por los impíos" (Rom. 5:6). Él fue "entregado por nuestros pecados" (Rom. 4:25). El Inocente murió por el culpable, el Justo por el injusto. "Fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos curados. Todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se desvió por su camino. Pero el Eterno cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:5 y 6). Ahora bien, la muerte entró por el pecado. La muerte es la maldición que pasó a todos los hombres, por la simple razón de que "todos pecaron". Puesto que Cristo fue hecho "maldición por nosotros", está claro que fue hecho "pecado por nosotros" (2 Cor. 5:21). "Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pedro 2:24). Observa que nuestros pecados estuvieron "en su cuerpo". Su obra no consistió en algo superficial. Nuestros pecados no fueron puestos en Él en un sentido meramente figurativo, sino que estuvieron "en su cuerpo". Fue hecho maldición por nosotros, fue hecho pecado por nosotros, y en consecuencia, sufrió la muerte por nosotros.
A algunos les parece una verdad detestable. Para los gentiles es locura, y para los judíos piedra de tropiezo, pero para los que somos salvos, poder y sabiduría de Dios (1 Cor. 1:23 y 24). Recuerda que Él llevó nuestros pecados en su propio cuerpo. No sus pecados, puesto que nunca pecó. La misma Escritura que nos informa de que Dios lo hizo pecado por nosotros, destaca que "no tenía pecado". El mismo pasaje que nos asegura que "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero", especifica que "no cometió pecado". El que fuese capaz de llevar nuestro pecado en Él mismo, y que pudiese ser hecho pecado por nosotros, y no obstante no cometiera ningún pecado, contribuye a su gloria imperecedera y a nuestra eterna salvación del pecado. Sobre Él estuvieron los pecados de todos los hombres, sin embargo, nadie pudo descubrir en Él la más leve sombra de pecado. Aunque tomó todo el pecado sobre sí mismo, su vida jamás manifestó pecado alguno. Él lo tomó, y lo sorbió por el poder de su vida indisoluble que vence a la muerte. Es poderoso para llevar el pecado, sin que éste lo manche. Es por su vida maravillosa como nos redime. Nos proporciona su vida para que podamos ser liberados de toda sombra de pecado que haya en nuestra carne.
"En los días de su vida terrenal, Cristo ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte. Y fue oído por su reverente sumisión" (Heb. 5:7). ¡Pero murió! Nadie le quitó la vida. Él mismo la dio, para volverla a tomar (Juan 10:17 y 18). Fueron desatados los dolores de la muerte, "por cuanto era imposible que fuera retenido por ella" (Hechos 2:24). ¿Por qué fue imposible que la muerte lo retuviera, tras haberse puesto voluntariamente bajo el poder de ésta? Porque "no tenía pecado". Tomó el pecado sobre sí, pero estuvo a salvo de su poder. Fue "en todo semejante a sus hermanos", "tentado en todo según nuestra semejanza" (Heb. 2:17; 4:15). Y puesto que de sí mismo nada podía hacer (Juan 5:30), oró al Padre para que lo librara de caer derrotado, y quedar así bajo el poder de la muerte. Y fue oído. Hallaron cumplimiento las palabras: "Debido a que el Señor, el Eterno, me ayuda, no seré confundido. Por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado. Cerca de mí está el que me justifica. ¿Quién contenderá contra mí?" (Isa. 50:7 y 8).
¿Cuál fue ese pecado que tanto le oprimió, y del que fue librado? No el suyo, pues no tenía ninguno. Fue el tuyo y el mío. Nuestros pecados han sido ya vencidos, derrotados. Nuestra lucha es solamente con un enemigo vencido. Cuando acudes a Dios en el nombre de Jesús, habiéndote sometido a su muerte y vida, de manera que no tomes su nombre en vano –puesto que Cristo more en ti–, todo cuanto has de hacer es recordar que Él llevó todo el pecado, y lo lleva aún, y que es el Vencedor. Exclamarás al punto: "Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor. 15:57). "Gracias a Dios, que nos lleva siempre al triunfo en Cristo Jesús, y por nuestro medio manifiesta en todo lugar, la fragancia de su conocimiento" (2 Cor. 2:14).
La revelación de la cruz
El "madero" de Gálatas 3:13 nos lleva de nuevo al tema central de los versículos 2:20 y 3:1: la inagotable cruz.
Consideremos siete puntos en relación con ella:
(1) La redención del pecado y la muerte se efectúa mediante la cruz (Gál. 3:13).
(2) Todo el evangelio está contenido en la cruz, porque el evangelio "es poder de Dios para salvación a todo el que cree" (Rom. 1:16). Y "para los que estamos siendo salvos", la cruz de Cristo "es poder de Dios" (1 Cor. 1:18).
(3) Cristo se revela al hombre caído solamente como el Crucificado y Resucitado. "No hay otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos 4:12). Por lo tanto, eso es todo cuanto Dios expone ante los hombres, a fin de que no haya confusión posible. Jesucristo, y Jesucristo crucificado, es todo cuanto Pablo quería saber. Es todo cuanto necesita saber el ser humano. Lo que necesita el hombre es la salvación. Si la obtiene, posee todas las cosas. Pero sólo en la cruz de Cristo es posible obtener la salvación. Por lo tanto, Dios no pone ante la vista del hombre ninguna otra cosa; le da justamente aquello que necesita. Dios presenta a Jesucristo ante todo hombre, como crucificado, de forma que nadie tenga excusa para perderse, o para continuar en el pecado.
(4) Cristo es presentado ante todo hombre como el Redentor crucificado. Y dado que el hombre necesita ser salvo de la maldición, se lo presenta cargando con la maldición. Allá donde se encuentre la maldición, Cristo la lleva. Hemos visto ya cómo Cristo cargó, y carga aún con la maldición de la tierra misma, puesto que llevó la corona de espinas, y la maldición pronunciada sobre la tierra fue: "Espinos y cardos te producirá" (Gén. 3:18). Así, mediante la cruz de Cristo ha sido redimida la totalidad de la creación que ahora gime bajo la maldición (Rom. 8:19-23).
(5) Cristo llevó la maldición en la cruz. El que colgara de aquel madero indica que fue hecho maldición por nosotros. La cruz simboliza, no solamente la maldición, sino también la liberación de ésta, pues se trata de la cruz de Cristo, el Vencedor y Conquistador.
(6) Alguien podrá preguntar: '¿dónde está la maldición?' Respondemos: ¡¿y dónde no lo está?! Hasta el más ciego la puede ver, si tan sólo está dispuesto a escuchar la evidencia de sus propios sentidos. La imperfección es una maldición. Sí, constituye la maldición. Y encontramos imperfección en todo lo que tiene relación con esta tierra. El hombre es imperfecto, y hasta el plan más elaborado de los que se diseñan en la tierra, contiene imperfección en algún respecto. Todas las cosas que podemos ver se revelan susceptibles de mejoramiento, incluso aún cuando nuestros imperfectos ojos no se aperciban de la necesidad de tal mejora. Cuando Dios creó el mundo, todo era "bueno en gran manera". Ni Dios mismo vio posibilidad alguna de mejorarlo. Pero ahora es muy diferente. El jardinero lucha con empeño por mejorar los frutos y las flores que se le encomendaron. Y si es cierto que hasta lo mejor de la tierra revela la maldición, ¿qué diremos de los frutos defectuosos, yemas marchitas, hojas y tallos enfermos, plantas venenosas, etc? "La maldición consumió la tierra" por doquier (Isa. 24:6).
(7) ¿Debiéramos desanimarnos por ello? No, "porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tes. 5:9). Aunque vemos la maldición por doquiera, la naturaleza vive, y el hombre vive. Sin embargo, la maldición es la muerte, y ningún hombre o cosa creada puede llevar la muerte, y aún con todo, vivir, porque ¡la muerte mata! Pero Cristo vive. Murió, pero vive para siempre (Apoc. 1:18). Solamente Él puede llevar la maldición –la muerte– y en virtud de sus propios méritos volver a la vida. Hay vida en la tierra, y la hay en el hombre, a pesar de la maldición, gracias a que Cristo murió en la cruz. En toda brizna de hierba, en toda hoja en el bosque, en cada arbusto y en cada árbol, en cada fruto y cada flor; hasta en el pan que comemos, está estampada la cruz de Cristo. Lo está en nuestros propios cuerpos. Donde sea que miremos, hay evidencias de Cristo crucificado. La predicación de la cruz –el evangelio– es el poder de Dios revelado en todas las cosas que Él creó. Tal es "el poder que opera en nosotros" (Efe. 3:20). La consideración de Romanos 1:16-20, junto a 1ª de Corintios 1:17 y 18, muestra claramente que la cruz de Cristo se revela en todas las cosas que Dios hizo, incluso en nuestro propio cuerpo.
Consuelo a partir del desánimo
"Me han rodeado males sin número. Me han alcanzado maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla" (Sal. 40:12). Pero no es solamente que podamos clamar a Dios con confianza –"de lo profundo"–, sino que en su infinita misericordia, Él ha dispuesto que en esas mismas profundidades hallemos la fuente de nuestra confianza. El hecho de que vivamos a pesar de estar en las profundidades del pecado, prueba que Dios mismo, en la persona de Cristo en la cruz, nos asiste para librarnos. Así, mediante el Espíritu Santo, hasta aquello que está bajo la maldición (y todo está bajo ella), predica el evangelio. Nuestra propia fragilidad, lejos de ser causa de desánimo, es, si creemos al Señor, una prenda de la redención. Sacamos "fuerza de la debilidad". "En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó" (Rom. 8:37). Ciertamente Dios no ha dejado al hombre sin testimonio. Y "el que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo" (1 Juan 5:10).
De la maldición a la bendición
Cristo llevó la maldición para que pudiéramos tener la bendición. Su muerte es vida para nosotros. Si llevamos voluntariamente en nuestros cuerpos la muerte del Señor Jesús, su vida se manifestará también en nuestra carne mortal (2 Cor. 4:10). Él fue hecho pecado por nosotros, a fin de que seamos hechos justicia de Dios en Él (2 Cor. 5:21). La bendición que recibimos mediante la maldición que Él lleva, consiste en la liberación del pecado. Para nosotros, la maldición resulta de la transgresión de la ley (Gál. 3:10). La bendición consiste en que nos volvamos de nuestra maldad (Hechos 3:26). Cristo sufrió la maldición, el pecado y la muerte, "para que en Cristo Jesús, la bendición de Abrahán llegara a los gentiles".
La bendición de Abrahán consiste, tal como Pablo afirma en otra de sus epístolas, en la justicia por la fe: "David habla también de la dicha del hombre a quien Dios atribuye justicia aparte de las obras. Dice: 'Dichoso aquel a quien Dios perdona sus maldades, y cubre sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no cuenta sus pecados contra él' " (Rom. 4:6-8).
Pablo continúa exponiendo que esa bendición se pronuncia sobre los gentiles que creen, tanto como sobre los judíos que creen, puesto que Abrahán mismo la recibió siendo aún incircunciso. "Así llegó a ser padre de todos los que creen" (verso 11).
La bendición es la liberación del pecado, y la maldición es la comisión del pecado. Dado que la maldición revela la cruz, el Señor hace que esa misma maldición proclame la bendición. El hecho de que estamos físicamente vivos, aunque somos pecadores, nos asegura que la liberación del pecado es nuestra. "Mientras hay vida, hay esperanza", dice el refrán. La vida es nuestra esperanza.
¡Gracias a Dios por la bendita esperanza! La bendición ha venido a todos los hombres. "Así como por el delito de uno vino la condenación a todos los hombres, así también por la justicia de uno solo, vino a todos los hombres la justificación que da vida" (Rom. 5:18). Dios, que no hace acepción de personas, nos bendijo en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos (Efe. 1:3). El don es nuestro, y se espera que lo guardemos. Si alguien no tiene la bendición, es porque no ha reconocido el don, o bien porque lo ha rechazado deliberadamente.
Una obra consumada
"Cristo nos redimió de la maldición de la ley", del pecado y la muerte. Lo realizó "al hacerse maldición por nosotros", y nos libra así de toda necesidad de pecar. El pecado no puede tener dominio sobre nosotros si aceptamos a Cristo en verdad y sin reservas. Eso era verdad tan actual en los días de Abrahán, Moisés, David e Isaías, como en los nuestros. Más de setecientos años antes de que aquella cruz fuese levantada en el Calvario, Isaías, quien testificó de las cosas que comprendió cuando una brasa encendida tomada del altar purificó su propio pecado, dijo: "Él llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores... fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos curados... el Eterno cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:4-6). "Yo deshice como a nube tus rebeliones, y como a niebla tus pecados. Vuélvete a mí, porque yo te redimí" (Isa 44:22). Mucho tiempo antes de Isaías, David escribió: "No nos trata como merecen nuestras iniquidades, ni nos paga conforme a nuestros pecados". "Cuanto está lejos el oriente del occidente, alejó de nosotros nuestros pecados" (Sal. 103:10, 12).
"Los que hemos creído entramos en el reposo", puesto que "sus obras estaban acabadas desde la creación del mundo" (Heb. 4:3). La bendición que recibimos es "la bendición de Abrahán". No tenemos otro fundamento que el de los apóstoles y profetas, siendo Cristo mismo la Piedra del ángulo (Efe. 2:20). La salvación que Dios ha provisto es plena y completa. Cuando venimos al mundo, nos estaba ya esperando. No liberamos a Dios de ninguna carga si la rechazamos, ni le añadimos pesar alguno al aceptarla.
"La promesa del Espíritu"
Cristo nos ha redimido "para que por la fe recibamos la promesa del Espíritu". No cometamos el error de leer: '... recibamos la promesa del don del Espíritu'. No dice eso y no significa eso, como enseguida veremos. Cristo nos ha redimido, y ese hecho prueba el don del Espíritu, ya que es solamente "por el Espíritu eterno" como se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios (Heb. 9:14). Si no fuese por el Espíritu, nunca nos sabríamos pecadores. Aún menos conoceríamos la redención. El Espíritu convence de pecado y de justicia (Juan 16:8). "El Espíritu es el que testifica, porque el Espíritu es la verdad" (1 Juan 5:6). "El que cree... tiene el testimonio en sí mismo" (verso 10). Cristo está crucificado a favor de todo hombre. Como ya hemos visto, eso se demuestra por el hecho de que estamos todos bajo la maldición, y sólo Cristo en la cruz puede llevar la maldición. Pero por el Espíritu como Dios mora en la tierra entre los hombres. La fe nos permite recibir su testimonio y gozarnos en aquello que nos asegura la posesión de su Espíritu.
Observa además: se nos da la bendición de Abrahán, a fin de que recibamos la promesa del Espíritu. Pero es solamente mediante el Espíritu como viene la promesa. Por lo tanto, la bendición no puede traernos la promesa de que recibiremos el Espíritu. Tenemos ya el Espíritu, junto con la promesa. Pero teniendo la bendición del Espíritu (que es la justicia), podemos estar seguros de recibir aquello que el Espíritu promete a los justos: la herencia eterna. Al bendecir a Abrahán, Dios le prometió una herencia. El Espíritu es las arras –la garantía– de toda bendición.
El Espíritu como garantía de la herencia
Todos los dones de Dios conllevan promesas de mayores bendiciones. Siempre hay mucho más. El propósito de Dios en el evangelio es reunir todas las cosas en Jesucristo, en quien "hemos obtenido también una herencia... y habiendo creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo prometido, que es la garantía de nuestra herencia, hasta que lleguemos a poseerla, para alabanza de su gloria" (Efe. 1:11-14).
Volveremos más adelante a hablar de esa herencia. Por ahora, basta con decir que se trata de la herencia prometida a Abrahán, de quien venimos a ser hijos por la fe. La herencia pertenece a todos los que son hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Y el Espíritu que sella nuestra filiación es la garantía, las primicias de esa herencia prometida. Aquellos que aceptan la gloriosa liberación –en Cristo– de la maldición de la ley, es decir, la redención, no de la obediencia a la ley (puesto que la obediencia no es una maldición), sino de la desobediencia a la ley, tienen en el Espíritu un anticipo del poder y la bendición del mundo venidero.
15. Hermanos, voy a hablar al modo humano. Un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo anula ni le añade.
16. Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su Descendiente. No dice: "y a sus descendientes", como si hablara de muchos, sino de uno solo: "A tu Descendiente", que es Cristo.
17. Esto, pues, digo: La Ley que vino 430 años después, no abroga el pacto previamente confirmado por Dios, para invalidar la promesa.
18. Porque si la herencia dependiera de la Ley, ya no la concedió a Abrahán mediante la promesa.
A Abrahán se le predicó el evangelio de la salvación para el mundo. Lo creyó, y recibió la bendición de la justicia. Todos los que creen son benditos con el creyente Abrahán. Todos "los que son de la fe, esos son hijos de Abrahán". "Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su Descendiente". "Si la herencia dependiera de la Ley, ya no la concedió a Abrahán mediante la promesa". La promesa que se nos hace es la misma que se le hizo a él: la promesa de una herencia en la que participamos como hijos suyos.
"Y a su Descendiente"
No se trata de un simple juego de palabras, sino de un asunto vital. El tema controvertido es el medio de salvación: ¿Es la salvación (1) solamente por Cristo?, (2) por alguna otra cosa?, o bien (3) por Cristo y alguien más, o alguna cosa más? Muchos suponen que han de salvarse a sí mismos haciéndose buenos. Muchos otros creen que Cristo es una ayuda valiosa, un buen Asistente a sus esfuerzos. Otros aún, le darán gustosos el primer lugar, pero no el único lugar. Ven en ellos mismos a unos buenos segundos. El que hace la obra es el Señor, y ellos. Pero el texto estudiado excluye todas esas pretensiones vanas. "No dice: 'Y a sus descendientes' ", sino "A tu Descendiente". No a muchos, sino a Uno, "que es Cristo".
No hay dos linajes
Podemos contrastar la descendencia espiritual de Abrahán con su descendencia carnal. "Espiritual" es lo opuesto a "carnal", y los hijos carnales, a menos que sean también hijos espirituales, no tienen parte alguna en la herencia espiritual. Para los hombres que vivimos en el cuerpo, en este mundo, no es ninguna imposibilidad el ser enteramente espirituales. Tales hemos de ser, o en caso contrario no seremos hijos de Abrahán. "Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios" (Rom. 8:8). "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios" (1 Cor. 15:50). Hay una sola línea de descendientes espirituales de Abrahán; sólo una clase de verdaderos descendientes espirituales: "los que son de la fe", los que, al recibir a Cristo por la fe, reciben potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12).
Muchas promesas en Uno
Si bien el Descendiente es singular, las promesas son plurales. No hay nada que Dios tenga para dar a hombre alguno, que no prometiese ya a Abrahán. Todas las promesas de Dios son transferidas a Cristo, en quien creyó Abrahán. "Todas las promesas de Dios son 'sí' en él. Por eso decimos 'amén' en él, para gloria de Dios" (2 Cor. 1:20).
La herencia prometida
En Gálatas 3:15 al 18 se ve claramente que lo prometido, y la suma de todas las promesas, es una herencia. Dice el versículo 16 que la ley, que vino cuatrocientos treinta años después que la promesa fuese dada y confirmada, no puede anular a ésta última. "Si la herencia dependiera de la Ley, ya no la concedió a Abrahán mediante la promesa". Puede saberse cuál es la promesa, al relacionar el versículo precedente con éste otro: "No fue por la Ley, como Abrahán y sus descendientes recibieron la promesa de que serían herederos del mundo, sino por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). Aunque "los cielos y la tierra de ahora son... guardados para el fuego del día del juicio, y de la destrucción de los hombres impíos", en ese día en que "los cielos serán encendidos y deshechos, y los elementos se fundirán abrasados por el fuego"; no obstante, nosotros, "según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habita la justicia" (2 Pedro 3:7, 12 y 13). Es la patria celestial que esperaron también Abrahán, Isaac y Jacob.
Una herencia libre de maldición
"Cristo nos redimió de la maldición... para que por la fe recibamos la promesa del Espíritu". Esa promesa del Espíritu hemos visto que es la posesión de la tierra renovada, es decir, redimida de la maldición. Porque "la misma creación será librada de la esclavitud de la corrupción, para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom. 8:21). La tierra, recién salida de las manos del Creador, nueva, fresca y perfecta en todo respecto, le fue entregada al hombre en posesión (Gén. 1:27, 28 y 31). El hombre pecó, trayendo así la maldición. Cristo tomó sobre sí la plenitud de la maldición, tanto la del hombre como la de toda la creación. Redime a la tierra de la maldición, a fin de que pueda ser la eterna posesión que Dios dispuso originalmente que fuera; y redime asimismo al hombre de la maldición, a fin de capacitarlo para poseer una herencia tal. Ese es el resumen del evangelio. "El don gratuito de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom. 6:23). Ese don de la vida eterna está incluido en la promesa de la herencia, ya que Dios prometió a Abrahán y su simiente, la tierra "en herencia eterna" (Gén. 17:8). Se trata de una herencia de justicia, puesto que la promesa de que Abrahán sería heredero del mundo fue mediante la justicia que viene por la fe. La justicia, la vida eterna, y un lugar en donde vivir eternamente, los tres están incluidos en la promesa, y constituyen todo lo que cabe desear o recibir. Redimir al hombre, sin darle un lugar en donde vivir, sería una obra inconclusa. Las dos acciones son partes de un todo. El poder por el que somos redimidos es el poder de la creación, aquel por el que los cielos y la tierra serán renovados. Cuando todo sea cumplido, "ya no habrá maldición alguna" (Apoc. 22:3).
Los pactos de la promesa
El pacto y la promesa de Dios son una y la misma cosa. Se ve claramente en Gálatas 3:17, donde Pablo manifiesta que anular el pacto dejaría sin efecto la promesa. En Génesis 17 leemos que hizo un pacto con Abrahán, para darle la tierra de Canaán como posesión eterna (verso 8). Gálatas 3:18 dice que Dios se la dio mediante la promesa. Los pactos de Dios con el hombre no pueden ser otra cosa que promesas al hombre: "¿Quién le dio a él primero, para que sea recompensado? Porque todas las cosas son de él, por él y para él" (Rom. 11:35 y 36).
Después del diluvio, Dios hizo un pacto con todo ser viviente de la tierra: aves, animales, y toda bestia. Ninguno de ellos prometió nada a cambio (Gén. 9:9-16). Simplemente recibieron el favor de manos de Dios. Eso es todo cuanto podemos hacer: recibir. Dios nos promete todo aquello que necesitamos, y más de lo que podemos pedir o imaginar, como un don. Nosotros nos damos a Él; es decir, no le damos nada. Y Él se nos da a nosotros; es decir, nos lo da todo. Lo que complica el asunto es que, incluso aunque el hombre esté dispuesto a reconocer al Señor en todo, se empeña en negociar con Él. Quiere elevarse hasta un plano de semejanza con Dios, y efectuar una transacción de igual a igual con Él. Pero todo el que pretenda tener tratos con Dios, lo ha de hacer en los términos que Él establece, es decir, sobre la base de que no tenemos nada, y de que no somos nada. Y de que Él lo tiene todo, lo es todo, y es quien lo da todo.
El pacto, ratificado
El pacto (es decir, la promesa divina de dar al hombre toda la tierra renovada, tras haberla rescatado de la maldición), fue "previamente confirmado por Dios". Cristo es el garante del nuevo pacto, del pacto eterno, "porque todas las promesas de Dios son sí en él. "Por eso decimos 'amén' en él, para gloria de Dios" (2 Cor. 1:20). La herencia es nuestra en Jesucristo (1 Pedro 1:3 y 4), ya que el Espíritu Santo es las primicias de la herencia, y la posesión del Espíritu Santo es Cristo mismo, morando en el corazón por la fe. Dios bendijo a Abrahán, diciendo: "Por medio de ti serán benditas todas las naciones", y eso se cumple en Cristo, a quien Dios envió para que nos bendijese, para que cada uno se convierta de su maldad (Hechos 3:25 y 26).
Fue el juramento de Dios lo que ratificó el pacto establecido con Abrahán. Esa promesa y ese juramento hechos a Abrahán son el fundamento de nuestra esperanza, nuestro "fortísimo consuelo" (Heb. 6:18). Son "una segura y firme ancla" (verso 19), porque el juramento establece a Cristo como la garantía, la seguridad, y Cristo "está siempre vivo" (Heb. 7:25). "Sostiene todas las cosas con su poderosa Palabra" (Heb. 1:3). "Todas las cosas subsisten en él" (Col. 1:17). "Por eso, cuando Dios quiso mostrar a los herederos de la promesa, la inmutabilidad de su propósito, interpuso un juramento" (Heb. 6:17). En él radica nuestro consuelo y esperanza de escapar y guardarnos del pecado. Cristo puso como garantía su propia existencia, y con ella, la de todo el universo, para nuestra salvación. ¿Puedes imaginar un fundamento más firme para nuestra esperanza, que el de su poderosa Palabra?
"Cristo nos redimió de la maldición de la Ley". Algunos lectores superficiales de este pasaje se apresuran a exclamar: 'No necesitamos guardar la ley, puesto que Cristo nos ha redimido de su maldición', como si el texto dijese que Cristo nos ha redimido de la maldición de la obediencia. Los tales leen la Escritura sin provecho. La maldición, tal como hemos visto ya, es la desobediencia: "Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley, para hacerlas". Por lo tanto, Cristo nos ha redimido de la desobediencia a la ley. Dios envió a su Hijo "en semejanza de carne de pecado... para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros" (Rom. 8:3 y 4).
Alguno dirá irreflexivamente: 'Eso me tranquiliza: por lo que respecta a la ley, puedo hacer lo que quiera, puesto que todos fuimos redimidos'. Es cierto que todos fueron redimidos, pero no todos han aceptado la redención. Muchos dicen de Cristo: "no queremos que este hombre reine sobre nosotros", y alejan de ellos la bendición de Dios. Pero la redención es para todos. Todos han sido comprados con la preciosa sangre –la vida– de Cristo, y todos pueden, si así lo quieren, ser librados del pecado y de la muerte. Somos redimidos mediante esa sangre de "la vana conducta" que recibimos de nuestros padres (1 Pedro 1:18).
Tómate el tiempo para pensar en lo que eso significa. Permite que impresione tu alma la plenitud de la fuerza contenida en la expresión: "Cristo nos redimió de la maldición de la Ley", de nuestro fracaso en permanecer en sus justos requerimientos. ¡No necesitamos pecar más! Él cortó las ataduras de pecado que nos esclavizaban, de forma que todo cuanto hemos de hacer es aceptar su salvación, a fin de resultar liberados de todo pecado que nos domine. Ya no es más necesario que gastemos nuestras vidas en fervientes anhelos y en vanos lamentos por deseos incumplidos. Cristo no proporciona falsas esperanzas, sino que viene a los cautivos del pecado, y les declara: '¡Libertad! Las puertas de vuestra prisión están abiertas.
¡Salid de ella!' ¿Qué más cabe decir? Cristo ha ganado la más completa de las victorias sobre este presente siglo malo, sobre "la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida" (1 Juan 2:16), y nuestra fe en Él, hace nuestra su victoria. Todo cuanto hemos de hacer es aceptarla.
Cristo, hecho maldición por nosotros
Para todo aquel que lea la Biblia, resulta evidente que "Cristo murió por los impíos" (Rom. 5:6). Él fue "entregado por nuestros pecados" (Rom. 4:25). El Inocente murió por el culpable, el Justo por el injusto. "Fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos curados. Todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se desvió por su camino. Pero el Eterno cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:5 y 6). Ahora bien, la muerte entró por el pecado. La muerte es la maldición que pasó a todos los hombres, por la simple razón de que "todos pecaron". Puesto que Cristo fue hecho "maldición por nosotros", está claro que fue hecho "pecado por nosotros" (2 Cor. 5:21). "Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pedro 2:24). Observa que nuestros pecados estuvieron "en su cuerpo". Su obra no consistió en algo superficial. Nuestros pecados no fueron puestos en Él en un sentido meramente figurativo, sino que estuvieron "en su cuerpo". Fue hecho maldición por nosotros, fue hecho pecado por nosotros, y en consecuencia, sufrió la muerte por nosotros.
A algunos les parece una verdad detestable. Para los gentiles es locura, y para los judíos piedra de tropiezo, pero para los que somos salvos, poder y sabiduría de Dios (1 Cor. 1:23 y 24). Recuerda que Él llevó nuestros pecados en su propio cuerpo. No sus pecados, puesto que nunca pecó. La misma Escritura que nos informa de que Dios lo hizo pecado por nosotros, destaca que "no tenía pecado". El mismo pasaje que nos asegura que "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero", especifica que "no cometió pecado". El que fuese capaz de llevar nuestro pecado en Él mismo, y que pudiese ser hecho pecado por nosotros, y no obstante no cometiera ningún pecado, contribuye a su gloria imperecedera y a nuestra eterna salvación del pecado. Sobre Él estuvieron los pecados de todos los hombres, sin embargo, nadie pudo descubrir en Él la más leve sombra de pecado. Aunque tomó todo el pecado sobre sí mismo, su vida jamás manifestó pecado alguno. Él lo tomó, y lo sorbió por el poder de su vida indisoluble que vence a la muerte. Es poderoso para llevar el pecado, sin que éste lo manche. Es por su vida maravillosa como nos redime. Nos proporciona su vida para que podamos ser liberados de toda sombra de pecado que haya en nuestra carne.
"En los días de su vida terrenal, Cristo ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte. Y fue oído por su reverente sumisión" (Heb. 5:7). ¡Pero murió! Nadie le quitó la vida. Él mismo la dio, para volverla a tomar (Juan 10:17 y 18). Fueron desatados los dolores de la muerte, "por cuanto era imposible que fuera retenido por ella" (Hechos 2:24). ¿Por qué fue imposible que la muerte lo retuviera, tras haberse puesto voluntariamente bajo el poder de ésta? Porque "no tenía pecado". Tomó el pecado sobre sí, pero estuvo a salvo de su poder. Fue "en todo semejante a sus hermanos", "tentado en todo según nuestra semejanza" (Heb. 2:17; 4:15). Y puesto que de sí mismo nada podía hacer (Juan 5:30), oró al Padre para que lo librara de caer derrotado, y quedar así bajo el poder de la muerte. Y fue oído. Hallaron cumplimiento las palabras: "Debido a que el Señor, el Eterno, me ayuda, no seré confundido. Por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado. Cerca de mí está el que me justifica. ¿Quién contenderá contra mí?" (Isa. 50:7 y 8).
¿Cuál fue ese pecado que tanto le oprimió, y del que fue librado? No el suyo, pues no tenía ninguno. Fue el tuyo y el mío. Nuestros pecados han sido ya vencidos, derrotados. Nuestra lucha es solamente con un enemigo vencido. Cuando acudes a Dios en el nombre de Jesús, habiéndote sometido a su muerte y vida, de manera que no tomes su nombre en vano –puesto que Cristo more en ti–, todo cuanto has de hacer es recordar que Él llevó todo el pecado, y lo lleva aún, y que es el Vencedor. Exclamarás al punto: "Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor. 15:57). "Gracias a Dios, que nos lleva siempre al triunfo en Cristo Jesús, y por nuestro medio manifiesta en todo lugar, la fragancia de su conocimiento" (2 Cor. 2:14).
La revelación de la cruz
El "madero" de Gálatas 3:13 nos lleva de nuevo al tema central de los versículos 2:20 y 3:1: la inagotable cruz.
Consideremos siete puntos en relación con ella:
(1) La redención del pecado y la muerte se efectúa mediante la cruz (Gál. 3:13).
(2) Todo el evangelio está contenido en la cruz, porque el evangelio "es poder de Dios para salvación a todo el que cree" (Rom. 1:16). Y "para los que estamos siendo salvos", la cruz de Cristo "es poder de Dios" (1 Cor. 1:18).
(3) Cristo se revela al hombre caído solamente como el Crucificado y Resucitado. "No hay otro Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos 4:12). Por lo tanto, eso es todo cuanto Dios expone ante los hombres, a fin de que no haya confusión posible. Jesucristo, y Jesucristo crucificado, es todo cuanto Pablo quería saber. Es todo cuanto necesita saber el ser humano. Lo que necesita el hombre es la salvación. Si la obtiene, posee todas las cosas. Pero sólo en la cruz de Cristo es posible obtener la salvación. Por lo tanto, Dios no pone ante la vista del hombre ninguna otra cosa; le da justamente aquello que necesita. Dios presenta a Jesucristo ante todo hombre, como crucificado, de forma que nadie tenga excusa para perderse, o para continuar en el pecado.
(4) Cristo es presentado ante todo hombre como el Redentor crucificado. Y dado que el hombre necesita ser salvo de la maldición, se lo presenta cargando con la maldición. Allá donde se encuentre la maldición, Cristo la lleva. Hemos visto ya cómo Cristo cargó, y carga aún con la maldición de la tierra misma, puesto que llevó la corona de espinas, y la maldición pronunciada sobre la tierra fue: "Espinos y cardos te producirá" (Gén. 3:18). Así, mediante la cruz de Cristo ha sido redimida la totalidad de la creación que ahora gime bajo la maldición (Rom. 8:19-23).
(5) Cristo llevó la maldición en la cruz. El que colgara de aquel madero indica que fue hecho maldición por nosotros. La cruz simboliza, no solamente la maldición, sino también la liberación de ésta, pues se trata de la cruz de Cristo, el Vencedor y Conquistador.
(6) Alguien podrá preguntar: '¿dónde está la maldición?' Respondemos: ¡¿y dónde no lo está?! Hasta el más ciego la puede ver, si tan sólo está dispuesto a escuchar la evidencia de sus propios sentidos. La imperfección es una maldición. Sí, constituye la maldición. Y encontramos imperfección en todo lo que tiene relación con esta tierra. El hombre es imperfecto, y hasta el plan más elaborado de los que se diseñan en la tierra, contiene imperfección en algún respecto. Todas las cosas que podemos ver se revelan susceptibles de mejoramiento, incluso aún cuando nuestros imperfectos ojos no se aperciban de la necesidad de tal mejora. Cuando Dios creó el mundo, todo era "bueno en gran manera". Ni Dios mismo vio posibilidad alguna de mejorarlo. Pero ahora es muy diferente. El jardinero lucha con empeño por mejorar los frutos y las flores que se le encomendaron. Y si es cierto que hasta lo mejor de la tierra revela la maldición, ¿qué diremos de los frutos defectuosos, yemas marchitas, hojas y tallos enfermos, plantas venenosas, etc? "La maldición consumió la tierra" por doquier (Isa. 24:6).
(7) ¿Debiéramos desanimarnos por ello? No, "porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tes. 5:9). Aunque vemos la maldición por doquiera, la naturaleza vive, y el hombre vive. Sin embargo, la maldición es la muerte, y ningún hombre o cosa creada puede llevar la muerte, y aún con todo, vivir, porque ¡la muerte mata! Pero Cristo vive. Murió, pero vive para siempre (Apoc. 1:18). Solamente Él puede llevar la maldición –la muerte– y en virtud de sus propios méritos volver a la vida. Hay vida en la tierra, y la hay en el hombre, a pesar de la maldición, gracias a que Cristo murió en la cruz. En toda brizna de hierba, en toda hoja en el bosque, en cada arbusto y en cada árbol, en cada fruto y cada flor; hasta en el pan que comemos, está estampada la cruz de Cristo. Lo está en nuestros propios cuerpos. Donde sea que miremos, hay evidencias de Cristo crucificado. La predicación de la cruz –el evangelio– es el poder de Dios revelado en todas las cosas que Él creó. Tal es "el poder que opera en nosotros" (Efe. 3:20). La consideración de Romanos 1:16-20, junto a 1ª de Corintios 1:17 y 18, muestra claramente que la cruz de Cristo se revela en todas las cosas que Dios hizo, incluso en nuestro propio cuerpo.
Consuelo a partir del desánimo
"Me han rodeado males sin número. Me han alcanzado maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla" (Sal. 40:12). Pero no es solamente que podamos clamar a Dios con confianza –"de lo profundo"–, sino que en su infinita misericordia, Él ha dispuesto que en esas mismas profundidades hallemos la fuente de nuestra confianza. El hecho de que vivamos a pesar de estar en las profundidades del pecado, prueba que Dios mismo, en la persona de Cristo en la cruz, nos asiste para librarnos. Así, mediante el Espíritu Santo, hasta aquello que está bajo la maldición (y todo está bajo ella), predica el evangelio. Nuestra propia fragilidad, lejos de ser causa de desánimo, es, si creemos al Señor, una prenda de la redención. Sacamos "fuerza de la debilidad". "En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó" (Rom. 8:37). Ciertamente Dios no ha dejado al hombre sin testimonio. Y "el que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo" (1 Juan 5:10).
De la maldición a la bendición
Cristo llevó la maldición para que pudiéramos tener la bendición. Su muerte es vida para nosotros. Si llevamos voluntariamente en nuestros cuerpos la muerte del Señor Jesús, su vida se manifestará también en nuestra carne mortal (2 Cor. 4:10). Él fue hecho pecado por nosotros, a fin de que seamos hechos justicia de Dios en Él (2 Cor. 5:21). La bendición que recibimos mediante la maldición que Él lleva, consiste en la liberación del pecado. Para nosotros, la maldición resulta de la transgresión de la ley (Gál. 3:10). La bendición consiste en que nos volvamos de nuestra maldad (Hechos 3:26). Cristo sufrió la maldición, el pecado y la muerte, "para que en Cristo Jesús, la bendición de Abrahán llegara a los gentiles".
La bendición de Abrahán consiste, tal como Pablo afirma en otra de sus epístolas, en la justicia por la fe: "David habla también de la dicha del hombre a quien Dios atribuye justicia aparte de las obras. Dice: 'Dichoso aquel a quien Dios perdona sus maldades, y cubre sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no cuenta sus pecados contra él' " (Rom. 4:6-8).
Pablo continúa exponiendo que esa bendición se pronuncia sobre los gentiles que creen, tanto como sobre los judíos que creen, puesto que Abrahán mismo la recibió siendo aún incircunciso. "Así llegó a ser padre de todos los que creen" (verso 11).
La bendición es la liberación del pecado, y la maldición es la comisión del pecado. Dado que la maldición revela la cruz, el Señor hace que esa misma maldición proclame la bendición. El hecho de que estamos físicamente vivos, aunque somos pecadores, nos asegura que la liberación del pecado es nuestra. "Mientras hay vida, hay esperanza", dice el refrán. La vida es nuestra esperanza.
¡Gracias a Dios por la bendita esperanza! La bendición ha venido a todos los hombres. "Así como por el delito de uno vino la condenación a todos los hombres, así también por la justicia de uno solo, vino a todos los hombres la justificación que da vida" (Rom. 5:18). Dios, que no hace acepción de personas, nos bendijo en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos (Efe. 1:3). El don es nuestro, y se espera que lo guardemos. Si alguien no tiene la bendición, es porque no ha reconocido el don, o bien porque lo ha rechazado deliberadamente.
Una obra consumada
"Cristo nos redimió de la maldición de la ley", del pecado y la muerte. Lo realizó "al hacerse maldición por nosotros", y nos libra así de toda necesidad de pecar. El pecado no puede tener dominio sobre nosotros si aceptamos a Cristo en verdad y sin reservas. Eso era verdad tan actual en los días de Abrahán, Moisés, David e Isaías, como en los nuestros. Más de setecientos años antes de que aquella cruz fuese levantada en el Calvario, Isaías, quien testificó de las cosas que comprendió cuando una brasa encendida tomada del altar purificó su propio pecado, dijo: "Él llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores... fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos curados... el Eterno cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:4-6). "Yo deshice como a nube tus rebeliones, y como a niebla tus pecados. Vuélvete a mí, porque yo te redimí" (Isa 44:22). Mucho tiempo antes de Isaías, David escribió: "No nos trata como merecen nuestras iniquidades, ni nos paga conforme a nuestros pecados". "Cuanto está lejos el oriente del occidente, alejó de nosotros nuestros pecados" (Sal. 103:10, 12).
"Los que hemos creído entramos en el reposo", puesto que "sus obras estaban acabadas desde la creación del mundo" (Heb. 4:3). La bendición que recibimos es "la bendición de Abrahán". No tenemos otro fundamento que el de los apóstoles y profetas, siendo Cristo mismo la Piedra del ángulo (Efe. 2:20). La salvación que Dios ha provisto es plena y completa. Cuando venimos al mundo, nos estaba ya esperando. No liberamos a Dios de ninguna carga si la rechazamos, ni le añadimos pesar alguno al aceptarla.
"La promesa del Espíritu"
Cristo nos ha redimido "para que por la fe recibamos la promesa del Espíritu". No cometamos el error de leer: '... recibamos la promesa del don del Espíritu'. No dice eso y no significa eso, como enseguida veremos. Cristo nos ha redimido, y ese hecho prueba el don del Espíritu, ya que es solamente "por el Espíritu eterno" como se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios (Heb. 9:14). Si no fuese por el Espíritu, nunca nos sabríamos pecadores. Aún menos conoceríamos la redención. El Espíritu convence de pecado y de justicia (Juan 16:8). "El Espíritu es el que testifica, porque el Espíritu es la verdad" (1 Juan 5:6). "El que cree... tiene el testimonio en sí mismo" (verso 10). Cristo está crucificado a favor de todo hombre. Como ya hemos visto, eso se demuestra por el hecho de que estamos todos bajo la maldición, y sólo Cristo en la cruz puede llevar la maldición. Pero por el Espíritu como Dios mora en la tierra entre los hombres. La fe nos permite recibir su testimonio y gozarnos en aquello que nos asegura la posesión de su Espíritu.
Observa además: se nos da la bendición de Abrahán, a fin de que recibamos la promesa del Espíritu. Pero es solamente mediante el Espíritu como viene la promesa. Por lo tanto, la bendición no puede traernos la promesa de que recibiremos el Espíritu. Tenemos ya el Espíritu, junto con la promesa. Pero teniendo la bendición del Espíritu (que es la justicia), podemos estar seguros de recibir aquello que el Espíritu promete a los justos: la herencia eterna. Al bendecir a Abrahán, Dios le prometió una herencia. El Espíritu es las arras –la garantía– de toda bendición.
El Espíritu como garantía de la herencia
Todos los dones de Dios conllevan promesas de mayores bendiciones. Siempre hay mucho más. El propósito de Dios en el evangelio es reunir todas las cosas en Jesucristo, en quien "hemos obtenido también una herencia... y habiendo creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo prometido, que es la garantía de nuestra herencia, hasta que lleguemos a poseerla, para alabanza de su gloria" (Efe. 1:11-14).
Volveremos más adelante a hablar de esa herencia. Por ahora, basta con decir que se trata de la herencia prometida a Abrahán, de quien venimos a ser hijos por la fe. La herencia pertenece a todos los que son hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Y el Espíritu que sella nuestra filiación es la garantía, las primicias de esa herencia prometida. Aquellos que aceptan la gloriosa liberación –en Cristo– de la maldición de la ley, es decir, la redención, no de la obediencia a la ley (puesto que la obediencia no es una maldición), sino de la desobediencia a la ley, tienen en el Espíritu un anticipo del poder y la bendición del mundo venidero.
15. Hermanos, voy a hablar al modo humano. Un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo anula ni le añade.
16. Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su Descendiente. No dice: "y a sus descendientes", como si hablara de muchos, sino de uno solo: "A tu Descendiente", que es Cristo.
17. Esto, pues, digo: La Ley que vino 430 años después, no abroga el pacto previamente confirmado por Dios, para invalidar la promesa.
18. Porque si la herencia dependiera de la Ley, ya no la concedió a Abrahán mediante la promesa.
A Abrahán se le predicó el evangelio de la salvación para el mundo. Lo creyó, y recibió la bendición de la justicia. Todos los que creen son benditos con el creyente Abrahán. Todos "los que son de la fe, esos son hijos de Abrahán". "Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su Descendiente". "Si la herencia dependiera de la Ley, ya no la concedió a Abrahán mediante la promesa". La promesa que se nos hace es la misma que se le hizo a él: la promesa de una herencia en la que participamos como hijos suyos.
"Y a su Descendiente"
No se trata de un simple juego de palabras, sino de un asunto vital. El tema controvertido es el medio de salvación: ¿Es la salvación (1) solamente por Cristo?, (2) por alguna otra cosa?, o bien (3) por Cristo y alguien más, o alguna cosa más? Muchos suponen que han de salvarse a sí mismos haciéndose buenos. Muchos otros creen que Cristo es una ayuda valiosa, un buen Asistente a sus esfuerzos. Otros aún, le darán gustosos el primer lugar, pero no el único lugar. Ven en ellos mismos a unos buenos segundos. El que hace la obra es el Señor, y ellos. Pero el texto estudiado excluye todas esas pretensiones vanas. "No dice: 'Y a sus descendientes' ", sino "A tu Descendiente". No a muchos, sino a Uno, "que es Cristo".
No hay dos linajes
Podemos contrastar la descendencia espiritual de Abrahán con su descendencia carnal. "Espiritual" es lo opuesto a "carnal", y los hijos carnales, a menos que sean también hijos espirituales, no tienen parte alguna en la herencia espiritual. Para los hombres que vivimos en el cuerpo, en este mundo, no es ninguna imposibilidad el ser enteramente espirituales. Tales hemos de ser, o en caso contrario no seremos hijos de Abrahán. "Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios" (Rom. 8:8). "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios" (1 Cor. 15:50). Hay una sola línea de descendientes espirituales de Abrahán; sólo una clase de verdaderos descendientes espirituales: "los que son de la fe", los que, al recibir a Cristo por la fe, reciben potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12).
Muchas promesas en Uno
Si bien el Descendiente es singular, las promesas son plurales. No hay nada que Dios tenga para dar a hombre alguno, que no prometiese ya a Abrahán. Todas las promesas de Dios son transferidas a Cristo, en quien creyó Abrahán. "Todas las promesas de Dios son 'sí' en él. Por eso decimos 'amén' en él, para gloria de Dios" (2 Cor. 1:20).
La herencia prometida
En Gálatas 3:15 al 18 se ve claramente que lo prometido, y la suma de todas las promesas, es una herencia. Dice el versículo 16 que la ley, que vino cuatrocientos treinta años después que la promesa fuese dada y confirmada, no puede anular a ésta última. "Si la herencia dependiera de la Ley, ya no la concedió a Abrahán mediante la promesa". Puede saberse cuál es la promesa, al relacionar el versículo precedente con éste otro: "No fue por la Ley, como Abrahán y sus descendientes recibieron la promesa de que serían herederos del mundo, sino por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). Aunque "los cielos y la tierra de ahora son... guardados para el fuego del día del juicio, y de la destrucción de los hombres impíos", en ese día en que "los cielos serán encendidos y deshechos, y los elementos se fundirán abrasados por el fuego"; no obstante, nosotros, "según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habita la justicia" (2 Pedro 3:7, 12 y 13). Es la patria celestial que esperaron también Abrahán, Isaac y Jacob.
Una herencia libre de maldición
"Cristo nos redimió de la maldición... para que por la fe recibamos la promesa del Espíritu". Esa promesa del Espíritu hemos visto que es la posesión de la tierra renovada, es decir, redimida de la maldición. Porque "la misma creación será librada de la esclavitud de la corrupción, para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom. 8:21). La tierra, recién salida de las manos del Creador, nueva, fresca y perfecta en todo respecto, le fue entregada al hombre en posesión (Gén. 1:27, 28 y 31). El hombre pecó, trayendo así la maldición. Cristo tomó sobre sí la plenitud de la maldición, tanto la del hombre como la de toda la creación. Redime a la tierra de la maldición, a fin de que pueda ser la eterna posesión que Dios dispuso originalmente que fuera; y redime asimismo al hombre de la maldición, a fin de capacitarlo para poseer una herencia tal. Ese es el resumen del evangelio. "El don gratuito de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom. 6:23). Ese don de la vida eterna está incluido en la promesa de la herencia, ya que Dios prometió a Abrahán y su simiente, la tierra "en herencia eterna" (Gén. 17:8). Se trata de una herencia de justicia, puesto que la promesa de que Abrahán sería heredero del mundo fue mediante la justicia que viene por la fe. La justicia, la vida eterna, y un lugar en donde vivir eternamente, los tres están incluidos en la promesa, y constituyen todo lo que cabe desear o recibir. Redimir al hombre, sin darle un lugar en donde vivir, sería una obra inconclusa. Las dos acciones son partes de un todo. El poder por el que somos redimidos es el poder de la creación, aquel por el que los cielos y la tierra serán renovados. Cuando todo sea cumplido, "ya no habrá maldición alguna" (Apoc. 22:3).
Los pactos de la promesa
El pacto y la promesa de Dios son una y la misma cosa. Se ve claramente en Gálatas 3:17, donde Pablo manifiesta que anular el pacto dejaría sin efecto la promesa. En Génesis 17 leemos que hizo un pacto con Abrahán, para darle la tierra de Canaán como posesión eterna (verso 8). Gálatas 3:18 dice que Dios se la dio mediante la promesa. Los pactos de Dios con el hombre no pueden ser otra cosa que promesas al hombre: "¿Quién le dio a él primero, para que sea recompensado? Porque todas las cosas son de él, por él y para él" (Rom. 11:35 y 36).
Después del diluvio, Dios hizo un pacto con todo ser viviente de la tierra: aves, animales, y toda bestia. Ninguno de ellos prometió nada a cambio (Gén. 9:9-16). Simplemente recibieron el favor de manos de Dios. Eso es todo cuanto podemos hacer: recibir. Dios nos promete todo aquello que necesitamos, y más de lo que podemos pedir o imaginar, como un don. Nosotros nos damos a Él; es decir, no le damos nada. Y Él se nos da a nosotros; es decir, nos lo da todo. Lo que complica el asunto es que, incluso aunque el hombre esté dispuesto a reconocer al Señor en todo, se empeña en negociar con Él. Quiere elevarse hasta un plano de semejanza con Dios, y efectuar una transacción de igual a igual con Él. Pero todo el que pretenda tener tratos con Dios, lo ha de hacer en los términos que Él establece, es decir, sobre la base de que no tenemos nada, y de que no somos nada. Y de que Él lo tiene todo, lo es todo, y es quien lo da todo.
El pacto, ratificado
El pacto (es decir, la promesa divina de dar al hombre toda la tierra renovada, tras haberla rescatado de la maldición), fue "previamente confirmado por Dios". Cristo es el garante del nuevo pacto, del pacto eterno, "porque todas las promesas de Dios son sí en él. "Por eso decimos 'amén' en él, para gloria de Dios" (2 Cor. 1:20). La herencia es nuestra en Jesucristo (1 Pedro 1:3 y 4), ya que el Espíritu Santo es las primicias de la herencia, y la posesión del Espíritu Santo es Cristo mismo, morando en el corazón por la fe. Dios bendijo a Abrahán, diciendo: "Por medio de ti serán benditas todas las naciones", y eso se cumple en Cristo, a quien Dios envió para que nos bendijese, para que cada uno se convierta de su maldad (Hechos 3:25 y 26).
Fue el juramento de Dios lo que ratificó el pacto establecido con Abrahán. Esa promesa y ese juramento hechos a Abrahán son el fundamento de nuestra esperanza, nuestro "fortísimo consuelo" (Heb. 6:18). Son "una segura y firme ancla" (verso 19), porque el juramento establece a Cristo como la garantía, la seguridad, y Cristo "está siempre vivo" (Heb. 7:25). "Sostiene todas las cosas con su poderosa Palabra" (Heb. 1:3). "Todas las cosas subsisten en él" (Col. 1:17). "Por eso, cuando Dios quiso mostrar a los herederos de la promesa, la inmutabilidad de su propósito, interpuso un juramento" (Heb. 6:17). En él radica nuestro consuelo y esperanza de escapar y guardarnos del pecado. Cristo puso como garantía su propia existencia, y con ella, la de todo el universo, para nuestra salvación. ¿Puedes imaginar un fundamento más firme para nuestra esperanza, que el de su poderosa Palabra?
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