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E.J. Waggoner- La gloria de la cruz

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E.J. Waggoner- La gloria de la cruz Empty E.J. Waggoner- La gloria de la cruz

Mensaje por Admin Lun Mayo 31, 2010 7:20 am

La gloria de la cruz






... Nada en la Biblia es mera teoría; todo es acción. No hay en la Biblia nada que no sea profundamente espiritual y práctico. Al mismo tiempo, todo es doctrina. Doctrina significa enseñanza. Lo que conocemos por "Sermón" del Monte es en realidad pura doctrina, ya que "abriendo su boca les enseñaba, diciendo..." Algunos parecen sentir una especie de desprecio por la doctrina. Se refieren a ella con ligereza, como si perteneciese al reino de la teología especulativa, puesta en contraste con lo práctico y cotidiano. Los tales deshonran sin saberlo la predicación de Cristo, que fue pura doctrina, puesto que Jesús siempre enseñó a la gente. Toda verdadera doctrina es intensamente práctica; se le da al hombre con el único propósito de que la ponga en práctica.

La confusión precedente se debe a una elección cuestionable de los términos. Lo que algunos llaman doctrina, y que tachan –con razón– de impráctico, no es en realidad doctrina, sino vulgar sermoneo. No hay en el evangelio ningún lugar para él. Ningún verdadero predicador del evangelio dará jamás "un sermón". Si lo hace, es porque ha decidido por un tiempo hacer alguna cosa distinta de predicar el evangelio. Cristo nunca predicó sermones. Lo que hacía era proporcionar doctrina a su auditorio, darle enseñanza. Y "todo el que se aleja, y no permanece en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios. El que permanece en la doctrina de Cristo, tiene al Padre y al Hijo" (2 Juan 9, N.T.). Así, el evangelio es todo él doctrina, es instrucción procedente de la vida de Cristo.

La última sección de la epístola revela claramente su objetivo. No se trata de proveer el terreno apropiado a la controversia, sino de ponerle fin, llevando a sus lectores a someterse al Espíritu. Su propósito es restaurar a los que están pecando contra Dios, mientras intentan servirle en su propia y defectuosa manera, y llevarlos a servirle en verdad y en novedad de Espíritu. El argumento de la sección precedente de la epístola gira en torno a la constatación de que sólo es posible escapar a "las obras de la carne" –que son pecado–, mediante la "circuncisión" de la cruz de Cristo: sirviendo a Dios en el Espíritu, y no poniendo la confianza en la carne.



1. Hermanos, si alguno ha caído en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, cuidando que tú también no seas tentado.



Cuando los hombres comienzan a hacerse justos a sí mismos, el orgullo, la jactancia y el espíritu de crítica los llevan a la abierta disputa. Así les sucedió a los Gálatas, y así sucederá siempre. No puede ser de otra manera. Cada individuo tiene su propia concepción de la ley. Habiéndose determinado a ser justificado por la ley, la reduce al nivel de su comprensión peculiar, a fin de poder ser él mismo el juez. No puede evitar examinar a sus hermanos tanto como a sí mismo, para comprobar si alcanzan la debida altura, de acuerdo con su medida. Si sus ojos críticos detectan a uno que no anda conforme a su regla, cae inmediatamente sobre el ofensor. Los que están llenos de justicia propia se erigen en guarda de sus hermanos hasta el punto de mantenerlos apartados de su compañía, a fin de no contaminarse entrando en contacto con ellos. En marcado contraste con ese espíritu, tan común en la iglesia, encontramos la exhortación con la que comienza el capítulo. En lugar de ir a la caza de faltas que condenar, hemos de ir a la caza de pecadores que salvar.

Dios dijo a Caín: "Si haces lo bueno, ¿no serás acepto? Pero si no obras el bien, el pecado está a la puerta deseando dominarte. Pero tú debes dominarlo" (Gén. 4:7). El pecado es una bestia salvaje que se agazapa en lo secreto, acechando la menor oportunidad para atacar y vencer al incauto. Es más fuerte que nosotros, pero se nos ha dotado de poder para dominarla. "No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal" (Rom. 6:12). Sin embargo, es posible (no necesario) que hasta el más celoso resulte vencido. "Hijitos míos, esto os escribo para que no pequéis. Pero si alguno hubiera pecado, Abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo el Justo. Él es la víctima por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (1 Juan 2:1 y 2). Así, aunque uno pueda tropezar, es restaurado; no rechazado.



El Señor representa su obra mediante el pastor que busca la oveja que se perdió. La obra del evangelio tiene una naturaleza individual. Incluso aunque por la predicación del evangelio miles puedan aceptarlo en un solo día, el éxito depende de su efecto en el corazón de cada persona. Cuando el predicador que habla a miles llega individualmente a cada uno de ellos, está haciendo la obra de Cristo. Así, si alguien cae en una falta, restáuralo con espíritu de mansedumbre. No hay tiempo que pueda ser tan precioso como para considerarlo malgastado, si se dedica a salvar a una sola persona. Algunas de las más importantes y gloriosas verdades de las que tenemos constancia en la Escritura, fueron comunicadas por Cristo a una sola alma. El que se desvive buscando las ovejas solitarias del rebaño, es un buen pastor.

"Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no atribuyendo a los hombres sus pecados. Y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación" (2 Cor. 5:19). "Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pedro 2:24). No nos imputó a nosotros nuestros pecados, sino que los tomó todos ellos sobre sí mismo. "La blanda respuesta calma la ira" (Prov. 15:1). Cristo viene a nosotros con palabras de ternura, a fin de ganar nuestro corazón. Nos llama para que acudamos a Él y hallemos descanso, para que cambiemos nuestro amargo yugo de esclavitud por su yugo fácil y su carga ligera.

Todos los cristianos son uno en Cristo, el Representante del hombre. Por lo tanto, "como él es, así somos nosotros en este mundo" (1 Juan 4:17). Cristo estuvo en este mundo como un ejemplo de lo que los hombres deberían ser, y de lo que sus verdaderos seguidores serán cuando se consagren totalmente a Él. Dice a sus discípulos: "Como me envió el Padre, así también yo os envío" (Juan 20:21). Es con ese objetivo que los reviste de su propio poder mediante el Espíritu. "Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él" (Juan 3:17). Por lo tanto, no se nos envía a condenar, sino a salvar. De ahí la amonestación: "si alguno ha caído en alguna falta... restauradlo". El ámbito de la exhortación no se reduce a aquellos con los que estamos asociados en el cuerpo de la iglesia. Se nos envía como embajadores de Cristo para que roguemos a todo hombre que se reconcilie con Dios (2 Cor. 5:20). Ningún otro oficio en el cielo o en la tierra comporta un honor mayor que el de ser embajador de Cristo, y es precisamente esa tarea la que se le asigna hasta al más insignificante y despreciado pecador que se reconcilia con Dios.



"Vosotros que sois espirituales"



Sólo a ellos se encomienda la restauración de los que cayeron. Ningún otro puede hacerlo. Sólo el Espíritu Santo ha de hablar mediante los que han de reprender y corregir. Se trata de la obra misma de Cristo, y es solamente por el poder del Espíritu que alguien puede ser su testigo.

Pero ¿no es acaso un acto de la mayor presunción, el que alguien vaya a restaurar a un hermano? ¿No equivale a pretender que uno es "espiritual"?

En verdad no es un asunto banal el estar en lugar de Cristo, ante el hombre caído. El plan de Dios es que cada uno vele por sí mismo: "cuidando que tú también no seas tentado". La regla que aquí se expone está calculada para producir un reavivamiento en la iglesia. Tan pronto como alguien cae en alguna falta, el deber de cada uno no es ir inmediatamente a decírselo a algún otro, ni siquiera ir directamente al que cayó, sino preguntarse a uno mismo: '¿Cómo estoy yo? ¿Cuál es mi situación? ¿Acaso no soy culpable, si no de la misma falta, quizá de alguna igualmente reprobable? ¿No podría incluso ser que alguna falta en mí le haya llevado a su falta? ¿Estoy andando en el Espíritu, de forma que pueda restaurarlo, en lugar de alejarlo todavía más?' Eso resultaría en una completa reforma en la iglesia, y bien podría suceder que para cuando los demás hubiesen llegado a la condición en la que poder dirigirse al que cayó, éste hubiese ya escapado de la trampa del diablo.

En relación con la forma de tratar al que cayó en transgresión (Mat. 18:15-18), Jesús dijo: "Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra, habrá sido atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, habrá sido desatado en el cielo" (verso 18). ¿Significa que Dios se somete a la decisión que cualquier compañía de creyentes que se considere su iglesia pueda tomar? Ciertamente no. Nada de lo que se hace en la tierra puede cambiar la voluntad de Dios. La historia de la iglesia en los aproximadamente dos mil años pasados, es un cúmulo de errores y despropósitos, una carrera de exaltación propia y de poner el yo en el lugar de Dios.

¿Qué quiso decir entonces Cristo con eso? Exactamente lo que dijo. Que la iglesia tiene que ser espiritual, llena del espíritu de mansedumbre; y que cada uno, al hablar, tiene que hacerlo como portavoz de Dios. Sólo la palabra de Cristo ha de estar en el corazón y la boca de todo el que haya de tratar con el transgresor. Cuando así sucede, dado que la palabra de Dios está establecida por siempre en los cielos, resulta que todo lo que se atare en la tierra "habrá sido atado en el cielo". Pero eso no sucederá a menos que se siga estrictamente la Escritura, en la letra y en el espíritu.



2. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la Ley de Cristo.



"La Ley de Cristo" se cumple cuando cada uno lleva la carga de los otros, puesto que la ley de la vida de Cristo es llevar cargas. "Tomó él mismo nuestras enfermedades, y cargó con nuestras dolencias". Todo el que quiera cumplir su ley ha de continuar la misma obra en favor de los cansados y abatidos.

"Por eso debía ser en todo semejante a sus hermanos... y como él mismo padeció al ser tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:17 y 18). Él sabe lo que es ser penosamente tentado, y sabe también cómo vencer. Aunque "no conoció pecado", fue hecho pecado por nosotros a fin de que podamos ser hechos justicia de Dios en Él (2 Cor. 5:21). Tomó cada uno de nuestros pecados y los confesó ante Dios como suyos propios.

Y es así como viene a nosotros. En lugar de recriminarnos por nuestro pecado, nos abre su corazón y nos hace saber cuánto sufrió con la misma congoja, dolor, pena y vergüenza. Gana con ello nuestra confianza. Sabiendo que Él pasó por la misma experiencia, que estuvo postrado en las mismas profundidades, nos aprestamos a oírle cuando nos presenta la vía de escape. Sabemos que habla por experiencia.

Por lo tanto, lo más importante al salvar a los pecadores, es mostrarnos uno con ellos. Es confesando nuestras propias faltas como salvamos a los demás. El que se siente sin pecado, no es ciertamente el que podrá restaurar al pecador. Si dices a alguien que cayó en la transgresión: '¿Cómo pudiste hacer una cosa así? ¡Yo jamás he hecho nada parecido en toda mi vida! ¡No comprendo cómo alguien con el más mínimo sentido del respeto propio haya podido caer en eso!', si así le hablas, habrías hecho mucho mejor quedándote en casa. Dios escogió a un fariseo, y sólo a uno, para ser su apóstol. Y no fue enviado hasta no haberse reconocido como el principal entre los pecadores.

Es humillante confesar el pecado, pero el camino de la salvación es el camino de la cruz. Es sólo mediante la cruz como Cristo pudo ser el Salvador de los pecadores. Por lo tanto, si hemos de compartir su gozo, tenemos que sufrir la cruz también con Él, "menospreciando la vergüenza". Recuerda esto: Es solamente confesando nuestros propios pecados como podemos salvar a otros de los suyos. Sólo así les podemos mostrar el camino de la salvación. El que confiesa sus pecados es el único que obtiene purificación de ellos, pudiendo así conducir a otros a la Fuente.



3. Si alguno cree ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo.

4. Cada uno examine su propia obra. Entonces el motivo que tenga para gloriarse, lo tendrá sólo para sí, y no ante otro.



Fíjate en las palabras: "no siendo nada". No dice que no debiéramos creernos algo hasta tanto no hayamos llegado a serlo. Por el contrario, se trata de la llana constatación de un hecho: que no somos nada. No solamente un solo individuo; también todas las naciones juntas, son nada ante el Señor. Siempre que creamos que somos algo, nos estaremos engañando a nosotros mismos. Y lo hacemos a menudo, en detrimento de la obra del Señor.

¿Recuerdas "la Ley de Cristo"? Aunque Él lo era todo, "se despojó a sí mismo" a fin de que pudiese hacerse la voluntad de Dios. "El siervo no es mayor que su señor" (Juan 13:16). Sólo Dios es grande. "Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive" (Sal. 39:5). "Dios es siempre veraz, aunque todo hombre sea mentiroso" (Rom. 3:4). Cuando reconocemos lo anterior, y vivimos conscientes de ello, nos ponemos en la situación en la que el Espíritu Santo puede llenarnos, haciendo posible que Dios obre a través nuestro. El "hombre de pecado" es aquel que se exalta a sí mismo (2 Tes. 2:3 y 4). El hijo de Dios es el que se humilla.



5. Porque cada cual llevará su propia carga.



¿Contradice al versículo dos? De ningún modo. La Escritura nos dice que llevemos cada uno la carga de los demás, ¡no que arrojemos la nuestra sobre ellos! "Echa sobre el Eterno tu carga"(Sal 55:22). Cada uno ha de poner su carga sobre el Señor. Él lleva la carga de toda la humanidad, no en masa, sino individualmente por cada uno. No ponemos nuestras cargas sobre Él reuniéndolas en nuestras manos o en nuestra mente, y arrojándolas hacia Alguien distante de nosotros. Así es imposible. Muchos han procurado de ese modo liberarse de su carga de pecado, dolor, congoja y pena, sin lograrlo. Volvieron a sentirla gravitando de forma más y más pesada sobre ellos, hasta dejarlos a las puertas de la desesperación. ¿Dónde estuvo el problema? En que miraron a Cristo como alguien distante, y pensaron que les correspondía a ellos tender el puente sobre la sima. Pero eso no es posible. El hombre ("cuando aún éramos débiles") no puede alejar de sí su carga, ni en la corta distancia de sus propios brazos. Por tanto tiempo como mantengamos al Señor alejado, aunque sólo sea en la longitud de nuestros brazos, nos privaremos del reposo de la pesada carga. Es solamente cuando lo reconocemos y confesamos como nuestro único sustento, nuestra vida, Aquel cuyo poder nos proporciona cada movimiento, y por lo tanto confesamos que no somos nada, y desaparecemos en nuestra insignificancia –dejando de engañarnos a nosotros mismos–, es entonces cuando permitimos que Él lleve nuestra carga. Cristo sabe cómo manejarla. Y llevando su yugo, aprendemos de Él cómo llevar las cargas de otros.

¿Qué hay, entonces, a propósito de llevar nuestra propia carga? ¡Es "el poder que opera en nosotros" el que la lleva! "Con Cristo estoy crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál. 2:20). Se trata de mí; pero no yo, sino Él.

¡Aprendí el secreto! No cansaré a ningún otro haciéndole partícipe de mi pesada carga, sino que yo mismo la llevaré; pero no yo, sino Cristo en mí. Puesto que hay muchos en el mundo que aún no aprendieron esta lección de Cristo, todo hijo de Dios encontrará ocasión de llevar las cargas de algún otro. La suya propia, la confiará al Señor. ¿No es maravilloso que "aquel que es poderoso" lleve siempre nuestra carga?

Aprendemos esa lección de la vida de Cristo. Anduvo haciendo bienes porque Dios estaba con Él. Consolaba a los enlutados, sanaba a los de corazón quebrantado, liberaba a los que eran oprimidos por el diablo. Ni uno solo de los que acudieron a Él llevándole sus penas y enfermedades quedó sin alivio. "Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: 'Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias' " (Mat. 8:17).

Y después, cuando la noche acostaba a las multitudes en sus camas, Jesús buscaba las montañas o el bosque, para que en comunión con el Padre –por quien vivía–, pudiese obtener renovada provisión de vida y fortaleza para su propia alma. "Cada uno examine su propia obra". "Examinaos a vosotros mismos para ver si estáis en la fe. Probaos a vosotros mismos. ¿No reconocéis que Cristo está en vosotros? A menos que estéis reprobados" (2 Cor. 13:5). "Porque aunque fue crucificado en debilidad, vive por el poder de Dios. También nosotros somos débiles en él, pero por el poder de Dios, viviremos con él para serviros a vosotros" (verso 4). Así, si nuestra fe nos prueba que Cristo está en nosotros (y la fe demuestra la realidad del hecho), tendremos de qué gozarnos ante nosotros, y no ante otro. Nos gozamos en Dios mediante nuestro Señor Jesucristo, y nuestro gozo no depende de ninguna otra persona en el mundo. Aunque todos se desanimaran y cayeran, resistiremos, puesto que "el fundamento de Dios permanece firme" (2 Tim. 2:19).

Por lo tanto, que nadie que se tenga por cristiano se conforme con apoyarse en algún otro. Aunque sea el más débil entre los débiles, sea siempre un portador de cargas, un obrero juntamente con Dios, llevando en Cristo su propia carga y la de su prójimo, sin quejas ni impaciencia. Puede incluso descubrir alguna de las cargas por las que su hermano no expresa lamento alguno, y llevarla también. Y lo mismo puede hacer el otro. El débil se gozará entonces así: "Mi fortaleza y mi canción es el Eterno, el Señor que ha sido mi salvación" (Isa. 12:2).



6. El que es enseñado en la Palabra, comparta sus bienes con el que lo instruye.



Sin duda alguna eso se refiere primariamente a los recursos temporales. Si un hombre se dedica enteramente al ministerio de la Palabra, es evidente que las cosas necesarias para su manutención deben proceder de aquellos a quienes enseña. Ahora bien, el significado de la exhortación no se agota ahí. Aquel que recibe instrucción en la Palabra, debe compartir con el instructor "en todas cosas buenas" (N.T. Interl.). El tema del presente capítulo es la ayuda mutua. "Sobrellevad los unos las cargas de los otros". También aquel que instruye a los demás, y recibe de ellos el sustento material, ha de emplear su dinero para asistir a otros. Cristo y los apóstoles, que no poseían nada de su propiedad –puesto que Cristo fue el más pobre entre los pobres, y los discípulos lo habían dejado todo para seguirle–, asistieron a los pobres con sus ínfimos recursos (Juan 13:29).

Cuando los discípulos propusieron a Jesús que despidiera las multitudes a fin de que pudiesen aprovisionarse por ellas mismas, Él respondió: "No necesitan irse. Dadles vosotros de comer" (Mat. 14:16). Jesús no estaba bromeando. Quería decir precisamente lo que dijo. Sabía que los discípulos no tenían nada que dar a la gente, pero tenían tanto como tenía Él. No comprendieron el poder de sus palabras, por lo tanto, Él mismo tomó los panecillos y los dio a los discípulos, de forma que ellos mismos dieron de comer a los hambrientos. Pero las palabras que les dirigió significan que ellos debían hacer precisamente como Él. Cuántas veces nuestra propia falta de fe en la palabra de Cristo nos ha privado de obrar el bien y compartir lo que tenemos. Y es una lástima, porque "tales sacrificios agradan a Dios" (Heb. 13:16).

Puesto que quien enseña no sólo comparte la Palabra, sino que también coopera con su soporte material; de igual modo, aquellos que reciben la enseñanza de la palabra no deben limitar su liberalidad meramente a las cosas temporales. Es un error la suposición de que los ministros del evangelio no están nunca en necesidad de refrigerio espiritual, o que no pueden recibirlo hasta del más débil del rebaño. Es imposible describir hasta qué punto proporcionan aliento al alma del instructor los testimonios de gozo y fe en el Señor dados por aquellos que reciben la Palabra. No se trata de la simple constatación de que su labor no fue en vano. Puede muy bien ser que el testimonio no contenga referencias inmediatas a lo que se ha impartido, pero el gozoso y humilde testimonio de lo que Dios hizo por el oidor, influyendo positivamente en el instructor, redundará con frecuencia en el fortalecimiento de cientos de almas.



7. No os engañéis, nadie puede burlarse de Dios. Todo lo que el hombre siembre, eso también segará.

8. El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción. Pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.



No es posible expresar con mayor claridad esa declaración de principios. La cosecha, que es el fin del mundo, revelará si la simiente era trigo o cizaña. "Sembraos simiente de justicia, recoged cosecha de amor, desbarbechad lo que es barbecho; ya es tiempo de buscar a Jahveh, hasta que venga a lloveros justicia" (Oseas 10:12, Biblia de Jerusalén). "El que confía en su propio corazón es necio" (Prov. 28:26). Lo mismo cabe decir de quien confía en otros hombres, como se deduce del versículo 13 de Oseas 10: "Arasteis impiedad, segasteis iniquidad. Comeréis fruto de mentira, porque confiasteis en vuestra propia fuerza, en la multitud de vuestros propios guerreros". "Maldito el que confía en el hombre, el que se apoya en la carne", sea ésta la suya propia o la de algún otro hombre. "Bendito el que confía en el Eterno, y pone su esperanza en él" (Jer. 17:5, 7).

Todo aquello que perdura procede del Espíritu. La carne está corrompida, y es fuente de corrupción. Quien consulta nada más su propia conveniencia, cumpliendo los deseos de la carne y de la mente, recogerá una cosecha de corrupción y muerte. "El espíritu es vida a causa de la justicia" (Rom. 8:10, Biblia de Jerusalén), y el que consulta solamente la mente del Espíritu, cosechará eterna gloria. "Si vivís conforme a la carne, moriréis. Pero si por el Espíritu dais muerte a las obras de la carne, viviréis" (Rom. 8:13). ¡Maravilloso! Si vivimos, morimos; y si morimos, vivimos. Éste es el testimonio de Jesús: "El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa de mí, la hallará" (Mat. 16:25).

Eso no equivale a la pérdida del gozo en el presente. No implica la continua deprivación y penuria, la sentida carencia de algo que anhelamos, con el fin de obtener otra cosa. No significa que la existencia presente haya de ser una muerte en vida, una lenta agonía. ¡Lejos de ello! Esa es una concepción errónea y falsa de la vida cristiana: una vida que más bien habría que llamar muerte. No; todo el que acude a Cristo y bebe del Espíritu, tiene "en él una fuente de agua, que brota para vida eterna" (Juan 4:14). El gozo de la eternidad es ahora suyo. Su gozo es completo día tras día. Resulta "plenamente saciado[s] de la abundancia de tu casa" (Sal. 36:8), bebiendo del manantial del propio deleite de Dios. Posee todo aquello que desea, puesto que su corazón clama solamente por Dios, en quien mora toda plenitud. Una vez creyó estar descubriendo la vida, pero ahora sabe que en realidad no estaba haciendo más que mirar hacia la tumba, a la fosa de la corrupción. Ahora es cuando de verdad comienza a vivir, y el gozo de la nueva vida es "inefable y glorioso", de forma que canta:



La tierna voz del Salvador

nos habla conmovida.

Oíd al Médico de amor,

que da a los muertos vida.

Nunca los hombres cantarán,

nunca los ángeles en luz

nota más dulce entonarán

que el nombre de Jesús.
(P. Castro, #124)




Un militar sagaz procura siempre golpear las posiciones enemigas de mayor valor estratégico. Así, allí donde se encuentre una sustanciosa promesa para los creyentes, Satanás intenta distorsionarla, convirtiéndola en motivo de desánimo. Ha logrado hacer creer a muchos que la palabra: "El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción", significa que, incluso tras haber nacido del Espíritu, deben seguir sufriendo las consecuencias de su vida anterior de pecado. Algunos han llegado a suponer que incluso en la eternidad deberán llevar las cicatrices de sus antiguos pecados, lamentándose en términos como éstos: 'Jamás podré llegar a ser aquello que debería haber sido si nunca hubiese pecado'.

¡Qué difamación de la gracia de Dios, y de la redención en Cristo Jesús! No es esa la libertad en la que Cristo nos hace libres. La exhortación dice: "Así como solíais ofrecer vuestros miembros a las impurezas y a la iniquidad, así ahora presentad vuestros miembros para servir a la justicia, que conduce a la santidad" (Rom. 6:19). Si el que se somete de tal forma a la justicia hubiese de estar por siempre limitado por causa de sus malos hábitos en el pasado, quedaría demostrado que el poder de la justicia es inferior al del pecado. Pero la gracia de Dios es tan poderosa como los cielos.

Imagina alguien que fue condenado a cadena perpetua por sus crímenes. Tras haber estado unos años en prisión, es perdonado y puesto en libertad. Algún tiempo después nos lo encontramos, y descubrimos una bola de hierro de treinta kilos esposada a su tobillo mediante una gruesa cadena, de forma que sólo con gran dificultad puede arrastrarse de un sitio a otro. '¿Cómo? ¿Qué significa esto?', –le preguntamos asombrados. '¿No te dejaron ir libre?'.

'¡Oh sí!' –nos responde, 'Soy libre, pero tengo que llevar esta bola y cadena como recordatorio de mis crímenes precedentes'.

Toda plegaria inspirada por el Espíritu Santo es una promesa de Dios. Una de ellas, rebosante de gracia, es esta: "De los pecados de mi juventud y de mis rebeliones, no te acuerdes. Conforme a tu invariable amor, acuérdate de mí, por tu bondad, oh Eterno" (Sal. 25:7).

Cuando Dios perdona y olvida nuestros pecados, nos proporciona un poder tal para escapar de ellos, que venimos a ser como si nunca hubiésemos pecado. Mediante las "preciosas y grandísimas promesas" que nos ha dado, hace que "lleguemos a participar de la naturaleza divina, y nos libremos de la corrupción que está en el mundo pos causa de los malos deseos" (2 Pedro 1:4). El hombre cayó al comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. El evangelio presenta una redención tal de la caída, que todas las negras memorias del pecado quedan borradas. Los redimidos llegarán a conocer sólo el bien, como Cristo, quien "no conoció pecado".

Los que siembran para la carne, de la carne segarán corrupción, como todos hemos tenido la ocasión de comprobar personalmente. "Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rom. 8:9). El Espíritu tiene poder para liberarnos del poder de la carne, y de todas sus consecuencias. "Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla y lavarla en el lavado del agua, por la Palabra, para presentarla para sí, una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga, ni cosa semejante; antes, que sea santa e inmaculada" (Efe. 5:25-27). "Por su llaga fuimos curados". La memoria del pecado, no de los pecados individuales, persistirá por la eternidad solamente en las cicatrices de las manos, los pies y el costado de Cristo. Constituyen el sello de nuestra perfecta redención.



9. No nos cansemos, pues, de hacer el bien, que a su tiempo segaremos, si no desfallecemos.



Nos cansamos muy fácilmente de hacer el bien, cuando no miramos a Jesús. Añoramos descanso, debido a que imaginamos que la continua práctica del bien debe ser extenuante. Pero eso sólo es así porque no hemos comprendido plenamente el gozo del Señor, la fortaleza que nos impide desfallecer. "Los que esperan al Eterno tendrán nuevas fuerzas, levantarán el vuelo como águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán" (Isa. 40:31).

Tal como muestra el contexto, el tema principal no es aquí simplemente resistir la tentación en nuestra propia carne, sino ayudar a otros. Necesitamos en este punto aprender la lección de Cristo, quien "no se cansará ni desmayará, hasta que establezca la justicia en la tierra" (Isa. 42:4). Aunque muchos de los que curó nunca mostraron el más mínimo atisbo de agradecimiento, eso no le hizo cambiar en nada. Vino a hacer el bien, no a procurar el aprecio de los demás. Por lo tanto, "por la mañana, siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque tú no sabes qué es lo mejor, si esto o aquello, o si las dos cosas son buenas" (Ecl. 11:6).

No nos es dado saber cuánto segaremos, ni cuál será la siembra a partir de la cual lo haremos. Una parte de ella puede haber caído a los lados del camino y ser arrebatada antes de poder echar raíces; otra puede caer en terreno pedregoso, secándose; y aun otra puede caer entre los cardos, quedando asfixiada. Pero una cosa es cierta: ¡segaremos! No sabemos si prosperará la siembra de la mañana, o la que hicimos por la tarde, o si las dos lo harán. Pero no existe la posibilidad de que las dos fracasen. O prosperará una, o la otra... ¡O las dos!

¿No es eso un estímulo suficiente como para no cansarnos de hacer el bien? El terreno puede parecer pobre, y la estación poco prometedora. Pueden darse los peores pronunciamientos para la cosecha, y podemos estar tentados a pensar que toda nuestra labor fue en vano. Pero NO es así. "A su tiempo segaremos". "Así, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, abundando en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano" (1 Cor. 15:58).



10. Así, según tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, especialmente a los de la familia de la fe.



Esto nos permite concluir que el apóstol se está refiriendo a la ayuda material, puesto que no tendría sentido recordarnos que prediquemos la Palabra a los que no son de la fe: a ellos especialmente es a quienes hay que predicarla. Pero hay una tendencia natural –entiéndase natural, en contraposición con espiritual– a limitar la benevolencia a los que se considera que 'lo merecen'. Oímos mucho sobre los "pobres que no merecen otra cosa". Pero todos somos indignos hasta de la más pequeña de las bendiciones de Dios; y aun así, nos las concede continuamente. "Si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir otro tanto. Amad, pues, a vuestros enemigos, haced bien y prestad, sin esperar de ello nada. Y vuestro galardón será grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno aun con los ingratos y malos" (Luc. 6:33-35).

Debemos considerar el hacer bien a otros como un privilegio gozoso, y no como un pesado deber a eludir en lo posible. Nunca nos referimos a las cosas desagradables en términos de "oportunidades". Nadie dice que tuvo la oportunidad de lesionarse, ni de perder algún dinero. Al contrario, decimos que tuvimos la oportunidad de ganar alguna suma, o de escapar a algún peligro que nos amenazaba. Así es como hemos de considerar la benevolencia hacia los necesitados.

Pero las oportunidades hay que buscarlas siempre. Los hombres se afanan procurando oportunidades de hacer ganancias. El apóstol nos exhorta a que busquemos de igual manera oportunidades para ayudar a alguien. Así lo hizo Cristo. "Anduvo haciendo bienes". Recorrió el país a pie, buscando ocasiones de hacer algún bien a alguien, y las encontró. Hizo el bien, "porque Dios estaba con él" (Hechos 10:38). Su nombre es Emmanuel, que significa "Dios con nosotros". Puesto que Él está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, Dios está con nosotros, haciéndonos bien, para que podamos también nosotros hacerlo a otros.



11. Mirad en cuán grandes letras os escribo de mi mano.

Es posible ver el celo que inflamaba al apóstol Pablo al escribir la epístola en el hecho de que, contrariamente a su costumbre, tomó la pluma y se puso a escribir la carta, o parte de ella, de su propio puño y letra. Como se puede inferir del capítulo cuarto, Pablo padecía de algún problema en la vista. Eso le impedía hacer su obra, o más bien se lo habría impedido de no ser por el poder de Dios que en él moraba. Necesitaba siempre que hubiese alguna persona asistiéndole. Algunos se aprovecharon de esa circunstancia para escribir cartas espurias a las iglesias en nombre de Pablo, trastornando así a los hermanos (2 Tes. 2:2). Pero en la segunda carta a los Tesalonicenses les mostró cómo podrían saber si una epístola venía o no de él: sea quien fuere el que escribiese el cuerpo de la carta, él mismo estamparía la salutación y la firma, de su propia mano. En esta ocasión, no obstante, la urgencia era tal que muy probablemente escribió él mismo toda la epístola.



12. Los que quieren ostentarse según la carne, os obligan a que os circuncidéis, sólo por no padecer persecución por la cruz de Cristo.



Es imposible engañar a Dios, y de nada sirve engañarnos a nosotros mismos, o a los demás. "El Eterno no mira lo que el hombre mira. El hombre mira lo que está ante sus ojos, pero el Señor mira el corazón" (1 Sam. 16:7). La circuncisión en la que los "falsos hermanos" querían persuadir a los Gálatas a que confiasen, significaba la justicia propia, en lugar de la justicia por la fe. Tenían la ley solamente como "la forma del conocimiento y de la verdad" (Rom. 2:20). Con sus obras podían hacer una siembra "conveniente" para la carne; una siembra vacía, puesto que en ella no había realidad alguna. Podían parecer justos sin padecer persecución por la cruz de Cristo.



13. Porque ni los mismos circuncidados guardan la Ley; pero quieren que vosotros os circuncidéis, para gloriarse en vuestra carne.



No guardaban la ley en absoluto. La carne se opone a la ley del Espíritu, y "los que viven según la carne no pueden agradar a Dios" (Rom. 8:8). Pero procuraban obtener conversos para lo que ellos pudieron denominar "nuestra fe", como llaman muchos a las teorías particulares que sostienen. Cristo dijo: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque rodeáis la tierra y el mar por hacer un prosélito; y una vez ganado, lo hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros" (Mat. 23:15). Tales maestros se gloriaban en la carne de sus "conversos". Si lograban que cierta cantidad de personas se incorporase a "nuestra denominación", que hubiese un gran "beneficio" en el ejercicio del año pasado, se sentirían felices. El número y las apariencias importan mucho a los hombres, pero nada a Dios.



14. Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.



¿Por qué gloriarse en la cruz? Porque mediante ella el mundo nos es crucificado, y nosotros lo somos al mundo. La epístola termina como comenzó, con la liberación de este "presente siglo malo". Sólo la cruz cumple esa liberación. La cruz es un símbolo de humillación. Por lo tanto, nos gloriamos en ella.

Dios se revela en la cruz



"No se alabe el sabio en su sabiduría, ni de su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe de su riqueza" (Jer. 9:23). ¿Por qué no debe alabarse el sabio de su sabiduría? Porque hasta donde su sabiduría sea la suya propia, es necedad. "La sabiduría de este mundo es insensatez ante Dios" (1 Cor. 3:19). Ningún hombre tiene sabiduría alguna en la cual gloriarse. La sabiduría que Dios da lleva a la humildad, no al envanecimiento.

¿Qué diremos del poder? "Toda carne es hierba" (Isa. 40:6). "Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive" (Sal. 39:5). "Los hombres son apenas un soplo, tanto el pobre como el rico. Si se pesaran todos juntos en balanza, pesarían menos que un soplo". Pero "de Dios es el poder" (Sal. 62:9, 11).

En cuanto a las riquezas, esperar en ellas es "incertidumbre" (1 Tim. 6:17). El hombre se afana en vano; "amontona riquezas, sin saber para quién" (Sal. 39:6). "¿Has de poner tus ojos en las riquezas, que no son nada? Porque criarán alas de águilas, y volarán al cielo" (Prov. 23:5). Sólo en Cristo se hallan las riquezas inescrutables y eternas.

El hombre, por lo tanto, no tiene absolutamente nada de qué enorgullecerse. ¿Qué queda del hombre que carece de toda riqueza, sabiduría y poder? Todo cuanto el hombre es o tiene, procede del Señor. Es por ello que "el que se gloría, gloríese en el Señor" (1 Cor. 1:31).

Relaciona lo anterior con Gálatas 6:14. El mismo Espíritu inspiró ambas Escrituras, así que no pueden estar en mutua contradicción. En un lugar leemos que nos hemos de gloriar sólo en el conocimiento del Señor. En el otro que no hay nada de que gloriarse, excepto en la cruz de Cristo. Por lo tanto, la conclusión es que en la cruz de Cristo encontramos el conocimiento de Dios. Conocer a Dios es vida eterna (Juan 17:3), y no hay vida para el hombre fuera de la cruz de Cristo. Vemos, pues, una vez más, que todo cuanto puede ser conocido de Dios, está revelado en la cruz. Fuera de la cruz no hay conocimiento de Dios.

Eso nos muestra a su vez que la cruz se manifiesta en toda la creación. El eterno poder y divinidad de Dios, todo cuanto podemos conocer de Él, se echan de ver en las cosas que creó, y la cruz es el poder de Dios (1 Cor. 1:18). Dios genera fuerzas a partir de la flaqueza. Salva al hombre mediante muerte, de forma que hasta los que mueren pueden descansar en la esperanza. Ningún hombre es tan pobre, débil y pecaminoso, tan degradado y despreciado como para no poder gloriarse en la cruz. La cruz lo toca justamente en esa situación en la que está, puesto que es el símbolo de la vergüenza y degradación. Revela el poder de Dios en él, y hay en ello motivo para gloria eterna.



La cruz crucifica



La cruz nos separa del mundo. Nos une a Dios, ¡a Él sea la gloria! La amistad con el mundo es enemistad contra Dios. "El que quiere ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios" (Sant. 4:4). En la cruz, Cristo destruyó la enemistad (Efe. 2:15 y 16). "Y el mundo y sus deseos se pasan. En cambio, el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre" (1 Juan 2:17). Por lo tanto, dejemos que el mundo se pase.



Dejo el mundo y sigo a Cristo,

pues el mundo pasará;

mas el tierno amor divino

por los siglos durará.

¡Oh, qué amor inmensurable!

¡Qué clemencia, qué bondad!

¡Oh, la plenitud de gracia,

prenda de inmortalidad!
(V. Mendoza, #266)




Jesús dijo: "Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Juan 12:32). Lo dijo para dar a entender de qué muerte había de morir: "Se humilló a sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un Nombre que es sobre todo nombre" (Fil. 2:8 y 9).

Fue mediante muerte como ascendió a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Fue la cruz lo que lo elevó de la tierra al cielo. Por lo tanto, es sólo la cruz la que nos trae la gloria, y lo único en que podemos gloriarnos. La cruz, que significa afrenta y vergüenza para el mundo, nos eleva por encima de este mundo y nos sienta con Cristo en los lugares celestiales. Lo hace "por el poder que opera en nosotros", que es el mismo que sostiene todo el universo.



15. Porque en Cristo Jesús, ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión. Lo que vale es la nueva creación.



La salvación no procede del hombre, sea cual sea la condición de éste, o lo que él pueda hacer. En su estado incircunciso está perdido, y circuncidarse en nada lo acerca a la salvación. Sólo la cruz tiene poder para salvar. Lo único de valor es la nueva criatura o, como traducen algunas versiones, "la nueva creación". "Si alguno está en Cristo, es una nueva creación" (2 Cor. 5:17); y es sólo mediante muerte como nos unimos a Él. "¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte" (Rom. 6:3).



Crucificado en un madero;

manso Cordero, mueres por mí.

Por eso el alma triste y llorosa

Suspira ansiosa, Señor, por ti.
(M. Mavillard, #95)




La cruz vuelve a hacer una nueva creación. Vemos aquí otra razón para gloriarnos en ella. Cuando la nueva creación salió de las manos de Dios en el principio, "las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios" (Job. 38:7).



La señal de la cruz



Relaciona los textos que hemos venido considerando: (1) La cruz de Cristo es lo único en lo que hemos de gloriarnos, (2) el que se gloría, debe hacerlo solamente en conocer a Dios, (3) Dios ha elegido a los más débiles del mundo para avergonzar a los sabios, de forma que nadie pueda gloriarse, excepto en Él, y (4) Dios se revela en las cosas que ha creado. La creación, que manifiesta el poder de Dios, presenta también la cruz, puesto que la cruz de Cristo es el poder de Dios, y Dios se da a conocer mediante ella.

¿Qué nos dice lo anterior? Que el poder que creó el mundo y todas las cosas que hay en él, el poder que mantiene en existencia todas las cosas, es el mismo que salva a quienes en él confían. Es el poder de la cruz.

Así, el poder de la cruz, el único por el que viene la salvación, es el poder que crea y que continúa operando en la creación. Pero cuando Dios crea algo, es "bueno en gran manera". Por lo tanto, en Cristo, en su cruz, hay una "nueva creación". "Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, que Dios de antemano preparó para que anduviésemos en ellas" (Efe. 2:10). Es en la cruz donde se fragua esa nueva creación, pues su poder es aquel por el que "en el principio creó Dios los cielos y la tierra". Es el poder que guarda la tierra de desintegrarse bajo la maldición; el poder que trae la sucesión de las estaciones; el tiempo de la siembra y el de la cosecha; el que a la postre renovará toda la tierra. "Florecerá profusamente, se alegrará y cantará con júbilo. La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Todos verán la gloria del Eterno, la hermosura de nuestro Dios" (Isa. 35:2).

"Grandes son las obras de Yahveh, meditadas por los que en ellas se complacen. Esplendor y majestad su obra, su justicia por siempre permanece. De sus maravillas ha dejado un memorial. ¡Clemente y compasivo Yahveh!" (Sal. 111:2-4, Biblia de Jerusalén).

Vemos aquí que las maravillosas obras de Dios revelan su justicia, tanto como su gracia y compasión. Esa es otra evidencia de que sus obras revelan la cruz de Cristo, en la que se concentran la infinitud del amor y la misericordia.

"De sus maravillas ha dejado un memorial". ¿Por qué desea que el hombre recuerde y declare sus obras prodigiosas? Para que no olvide, sino que confíe en la salvación del Señor. Su voluntad es que el hombre medite continuamente en sus obras, de manera que pueda conocer el poder de la cruz. Así, cuando Dios hubo creado los cielos y la tierra en seis días, "acabó Dios en el séptimo día la obra que hizo, y reposó en el séptimo día de todo lo que había hecho en la creación. Y Dios bendijo al séptimo día, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación" (Gén. 2:2 y 3).

La cruz nos proporciona el conocimiento de Dios al mostrarnos su poder como Creador. Mediante la cruz somos crucificados al mundo, y el mundo lo es a nosotros. Por la cruz somos santificados. La santificación es la obra de Dios, no la del hombre. Sólo su divino poder puede cumplir esa gran obra. En el principio Dios santificó el sábado como la corona de su obra creadora, la evidencia de que su obra estaba completa, el sello de la perfección. Por lo tanto, dice: "Les di también mis sábados, para que fuesen una señal entre mí y ellos, para que supiesen que Yo Soy el Eterno que los santifico" (Eze. 20:12).

Vemos, pues, que el sábado, el séptimo día, es la verdadera señal de la cruz. Es el memorial de la creación, y la redención es creación: creación mediante la cruz. En la cruz encontramos las perfectas y completas obras de Dios, y somos revestidos de ellas. Estar crucificado con Cristo significa haber renunciado totalmente al yo, reconociendo que no somos nada, y confiando incondicionalmente en Cristo. En Él tenemos el reposo. En Él encontramos el sábado. La cruz nos lleva de vuelta al comienzo, a "lo que existía desde el principio" (1 Juan 1:1). El reposo del séptimo día no es más que la señal de que en la perfecta obra de Dios en la cruz –lo mismo que en la creación–, encontramos reposo del pecado.

'Pero es difícil guardar el sábado; ¿qué voy a hacer con mi negocio?'; 'Si guardo el sábado no podré ganarme la vida'; '¡Es tan impopular!'. Nadie ha pretendido nunca que sea algo placentero el estar crucificado. "Tampoco Cristo se agradó a sí mismo" (Rom. 15:3). Lee el capítulo 53 de Isaías. Cristo no fue muy bien visto, y menos aún al ser crucificado. La cruz significa muerte, pero significa también la entrada en la vida. Hay bálsamo en las heridas de Cristo, hay bendición en la maldición que Él llevó, vida en la muerte que sufrió. ¿Quién podría pretender que confía en Cristo para la vida eterna, mientras que se niega a confiar en Él durante unos pocos años, meses o días de vida en este mundo?

Digámoslo una vez más, y digámoslo de corazón: "Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo". Si puedes decir eso con verdad, las tribulaciones y aflicciones te resultarán tan livianas, que podrás gloriarte en ellas.







La gloria de la cruz



Es por la cruz como todo se sustenta. "Todas las cosas subsisten en Él" (Col. 1:17), y Él no existe en otra forma que no sea la del Crucificado. Si no fuera por la cruz, tendría lugar una muerte universal. Ni un solo hombre podría respirar, ni una planta crecer, ni un rayo de luz podría brillar del cielo, de no ser por la cruz.

Ahora bien, "Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos" (Sal. 19:1). Esas son algunas de las cosas que Dios ha hecho. Ninguna pluma puede describir, ningún pincel pintar la sobrecogedora gloria de los cielos. Sin embargo, esa gloria no es más que la gloria de la cruz de Cristo, como demuestran los hechos antes referidos. El poder de Dios se revela en las cosas creadas, y la cruz es el poder de Dios.

La gloria de Dios es su poder, ya que "la incomparable grandeza de su poder hacia los que creemos" se manifestó en la resurrección de Jesucristo (Efe. 1:19 y 20). "Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre" (Rom. 6:4). Fue por haber padecido muerte, por lo que Cristo fue coronado de gloria y de honra (Heb. 2:9).

Así, vemos que toda la gloria de las incontables estrellas, con sus diversos colores, y la gloria del arco iris, la gloria de las nubes doradas en la puesta del sol, la gloria del mar y de los campos en flor o de los verdes prados, la gloria de la primavera y de la cosecha en su madurez, la gloria de la yema que brota y la del fruto perfecto, toda la gloria que Cristo tiene en el cielo, y también toda la que ha de ser revelada en sus santos en el día en que "los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre", es la gloria de la cruz. ¿Cómo podríamos pensar en gloriarnos en ninguna otra cosa?



16. Para todos los que sigan esta regla, paz y misericordia sean sobre ellos, lo mismo que para el Israel de Dios.



¡La regla de la gloria! ¡Qué gran regla por la que regirse! ¿Se mencionan ahí dos clases? Imposible, puesto que toda la epístola va encaminada a señalar que todos son uno en Cristo Jesús. "Y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad. En él también fuisteis circuncidados con una circuncisión hecha sin mano, al despojaros del cuerpo de los pecados, mediante la circuncisión hecha por Cristo. Sepultados con él en el bautismo, fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios, que lo levantó de los muertos. A vosotros, que estabais muertos en pecados, en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida con Cristo, y perdonó todos vuestros pecados" (Col. 2:10-13).

"Nosotros somos la verdadera circuncisión, los que adoramos según el Espíritu de Dios, y nos regocijamos en Cristo Jesús, y no ponemos nuestra confianza en la carne" (Fil. 3:3). Esa circuncisión nos constituye a todos en el verdadero Israel de Dios, pues significa victoria sobre el pecado, e "Israel" quiere decir vencedor. Ya no estamos más "excluidos de la ciudadanía de Israel, ajenos a los pactos de la promesa", ya no somos "extraños ni forasteros, sino conciudadanos con los santos, miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo" (Efe. 2:12, 19 y 29). Así, nos reuniremos con las multitudes que vendrán "del oriente y del occidente, y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos" (Mat. 8:11).



17. En adelante nadie me moleste, porque llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús.

18. Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén.



Lo que se ha traducido por "señales" es la forma plural de la voz griega stigma. Implica vergüenza y desgracia. Antaño, a los responsables de crímenes, así como a los esclavos que habían sido sorprendidos intentando escapar, se los estigmatizaba mediante la colocación de una marca o señal en su cuerpo, indicando a quién pertenecían.

Tales son las señales de la cruz de Cristo. Pablo las llevaba. Había sido crucificado con Cristo, y llevaba las huellas de sus clavos. Estaban marcadas en su cuerpo. Lo señalaban como un siervo, como el esclavo del Señor Jesús. Por lo tanto, que nadie interfiriese con él: no era siervo de los hombres. Debía lealtad solamente a Cristo, quien lo había comprado. Que nadie esperase verle servir al hombre o a la carne, pues Jesús lo había marcado con su señal, y no podía servir a ningún otro. Además, nadie debía entrometerse en su libertad en Cristo, o maltratarlo, pues su Señor protegería con toda seguridad aquello que le pertenecía.

¿Llevas tú esas marcas? Entonces puedes gloriarte en ellas. Si así lo haces, no te gloriarás en vano, ni resultarás envanecido.

¡Cuánta gloria hay en la cruz! Toda la gloria del cielo está en ese objeto despreciado. No en la figura de la cruz, sino en la cruz misma. El mundo no la reconoce como gloria. Pero tampoco reconoció al Hijo de Dios; ni reconoce al Espíritu Santo, porque no puede ver a Cristo.

Que Dios abra nuestros ojos para ver la gloria, de forma que podamos reconocer su valor. Que consintamos en ser crucificados con Cristo para que la cruz nos eleve a la gloria. En la cruz de Cristo hay salvación. Es el poder de Dios para guardarnos sin caída, pues nos eleva de la tierra al cielo. En la cruz está la nueva creación que el mismo Dios califica como buena "en gran manera". En ella está toda la gloria del Padre y toda la gloria de las edades eternas. Por lo tanto, Dios no permita que nos gloriemos en otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la que el mundo nos es crucificado a nosotros, y nosotros al mundo.



Hubo Uno que quiso por mí padecer y morir, por mi alma salvar;

el camino cruento a la cruz recorrer, para así mis pecados lavar.

¡En la cruz, en la cruz mis pecados clavó!

¡Cuánto quiso por mí padecer!

Con angustia a la cruz fue el benigno Jesús, y en su cuerpo mis culpas llevó.

(Elisa Pérez, #90)

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