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E.J. Waggoner- La Adopción

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Mensaje por Admin Lun Mayo 31, 2010 7:15 am

La Adopción






1. Digo, además, que mientras que el heredero es niño, en nada difiere del siervo, aunque es señor de todo;

2. sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre.



La división por capítulos que hoy conocemos, es arbitraria, y cuesta imaginar qué razón pudo llevar a situarla en esta ocasión entre el tercero y el cuarto. El capítulo anterior termina con una afirmación a propósito de quiénes son los herederos. El actual continúa con consideraciones relativas a cómo venimos a ser constituidos herederos.

En los días de Pablo, aunque un niño pudiese ser el heredero del mayor de los reinos, hasta no haber alcanzado cierta edad, en nada se diferenciaba de un siervo (o esclavo). De no llegar a una edad determinada, jamás poseería la herencia. En tal caso, por lo que a la herencia concierne, habría vivido como un simple siervo.



3. Así también nosotros, cuando éramos niños, éramos siervos bajo los rudimentos del mundo.

4. Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley,

5. para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.



La expresión "niños" del versículo tres, se refiere a la condición en la que estábamos antes de recibir "la adopción de hijos" (verso 5). Representa nuestra condición antes de ser redimidos de la maldición de la ley; es decir, antes de nuestra conversión. Se trata de los "niños fluctuantes, llevados por cualquier viento de doctrina, por estratagema de hombres, que para engañar emplean con astucia los artificios del error" (Efe. 4:14). En resumen, se trata de nosotros en nuestro estado inconverso, cuando "vivimos en otro tiempo al impulso de los deseos de nuestra carne... y éramos por naturaleza hijos de ira, igual que los demás" (Efe. 2:3).

"Cuando éramos niños", "éramos siervos bajo los rudimentos del mundo". "Porque todo lo que hay en el mundo –los malos deseos de la carne, la codicia de los ojos y la soberbia de la vida–, no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo y sus deseos se pasan" (1 Juan 2:16 y 17). La amistad con el mundo es enemistad contra Dios. "¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios?" (Sant. 4:4). Es "del presente siglo malo" del que Cristo vino a librarnos. "Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y vanas sutilezas, según la tradición de los hombres, conforme a los elementos del mundo, y no según Cristo" (Col. 2:8). La servidumbre "bajo los rudimentos del mundo" consiste en andar "siguiendo la corriente de este mundo", vivir "al impulso de los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos", siendo "por naturaleza hijos de ira" (Efe. 2:1-3). Es la misma esclavitud descrita en Gálatas 3:22-24: "Antes que viniese la fe", cuando estábamos "confinados bajo la ley", encerrados "bajo pecado". Es la condición de los hombres que están "sin Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Efe. 2:12).



Todos pueden ser herederos



Dios no ha rechazado a la raza humana. Puesto que al primer hombre creado se lo llama "hijo de Dios" (Luc. 3:38), todos los hombres pueden ser igualmente herederos. "Antes que viniese la fe", aunque todos nos apartamos de Dios, "estábamos guardados por la Ley", guardados por un severo vigilante, tenidos en sujeción, a fin de poder ser llevados a aceptar la promesa. ¡Qué bendición, que Dios cuente también a los impíos, a quienes están en la esclavitud del pecado, como a sus hijos; hijos errantes y pródigos, pero hijos al fin y al cabo! Dios ha hecho a todos los hombres "aceptos en el Amado" (Efe. 1:6). El presente tiempo de prueba nos es dado con el propósito de darnos una oportunidad de que lo conozcamos como a nuestro Padre, y que vengamos a serle verdaderos hijos. Pero a menos que nos volvamos a Él, moriremos como esclavos del pecado.

"Cuando se cumplió el tiempo", vino Cristo. En Romanos 5:6 encontramos una expresión paralela: "Cuando aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos". La muerte de Cristo opera para los que viven hoy, y para los que vivieron antes que se manifestase en carne –en Judea–, tanto como para sus contemporáneos. No tuvo un mayor efecto en los que vivieron en aquella generación. Murió una vez por todos; por lo tanto, su impacto es el mismo en cualquier época. "Cuando se cumplió el tiempo", se refiere al tiempo en el que la profecía había predicho que se revelaría el Mesías; pero la redención es para todos los hombres, en todas las edades. Fue "designado desde antes de la creación del mundo, pero manifestado en este último tiempo" (1 Pedro 1:20). Si el plan de Dios hubiese sido que se revelara en nuestros días, o incluso poco tiempo antes del final del tiempo, no habría significado diferencia alguna, de acuerdo con el propósito general del evangelio. "Está siempre vivo" (Heb. 7:25), y siempre lo ha estado. "Es el mismo ayer, hoy y por los siglos" (Heb. 13:8). Es "por el Espíritu eterno" como se ofreció a sí mismo por nosotros (Heb. 9:14); por lo tanto, ese sacrificio es eterno, presente e igualmente eficaz en todo tiempo.



"Nacido de mujer"



Dios envió a su Hijo "nacido de mujer": un hombre auténtico. Vivió y sufrió todas las enfermedades y quebrantos que afligen al hombre. "El Verbo se hizo carne" (Juan 1:14). Cristo se refirió siempre a sí mismo como "el Hijo del hombre", identificándose así para siempre con el conjunto de la raza humana. Una unión que nunca se habrá de romper.

Siendo "nacido de mujer", tuvo necesariamente que ser "nacido bajo la Ley", puesto que esa es la condición de todo el género humano. "Debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser compasivo y fiel Sumo Sacerdote ante Dios, para expiar los pecados del pueblo" (Heb. 2:17). Tomó sobre sí todas las cosas. "Llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores" (Isa. 53:4). "Tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias" (Mat. 8:17). "Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino: mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:6). Nos redime viniendo literalmente a nuestro lugar, y tomando la carga de nuestros hombros. "Al que no tenía pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros seamos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5:21).

En el más pleno sentido de la palabra, y en un grado en el que rara vez se piensa cuando se usa la expresión, se convirtió en el sustituto del hombre. Permea todo nuestro ser, identificándose tan plenamente con nosotros, que todo cuanto nos toque o afecte, le toca y afecta a Él. No es nuestro sustituto en el sentido en el que un hombre sustituye a otro. En la milicia, por ejemplo, se coloca a un soldado en el puesto de otro que se encuentra en algún otro campo, ocupado en una misión distinta. Pero la sustitución de Cristo es algo enteramente diferente. Es nuestro sustituto en tanto en cuanto viene en lugar nuestro, hasta el punto de que ya no aparecemos nosotros. Desaparecemos, de forma que "ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí". Ponemos nuestra solicitud en Él, no quitándonosla de encima y colocándola sobre Él mediante penoso esfuerzo, sino humillándonos en la nada que realmente somos, de manera que nuestra carga descanse solamente sobre Él.

Podemos ver ya la forma en que vino "para redimir a los que estaban bajo la Ley". Lo hace en el más real y práctico de los sentidos. Algunos suponen que esa expresión significa que Cristo libró a los judíos de la necesidad de ofrecer sacrificios, o de toda obligación de guardar en lo sucesivo los mandamientos. Pero si solamente los judíos estaban "bajo la ley", entonces Cristo vino a redimir solamente a los judíos. Necesitamos reconocer que estamos –o estuvimos antes de ser creyentes–, "bajo la ley", pues Cristo vino a redimir precisamente a los que estaban "bajo la ley", y no a otros. Estar "bajo la ley", tal como hemos visto, significa estar condenados por la ley como transgresores. Cristo no vino "a llamar a justos, sino a pecadores" (Mat. 9:13). Pero la ley condena exclusivamente a los que están bajo su jurisdicción, a aquellos que están bajo la obligación de obedecerla. Puesto que Cristo nos libra de la condenación de la ley, es evidente que nos redime a una vida de obediencia a la ley.



"A fin de que recibiésemos la adopción de hijos"



"Amados, ahora ya somos hijos de Dios" (1 Juan 3:2). "A todos los que lo recibieron, a los que creyeron en su Nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios" (Juan 1:12). Se trata de un estado radicalmente distinto al descrito en Gálatas 4:3 ("cuando éramos niños"). En esa situación, podía decirse de nosotros "que este pueblo es rebelde, hijos mentirosos que no quieren obedecer la Ley del Eterno" (Isa. 30:9). Al creer en Jesús y recibir "la adopción de hijos", somos descritos "como hijos obedientes", no conformes con los malos deseos a los que obedecíamos en nuestra ignorancia (1 Pedro 1:14). Cristo dijo: "Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón" (Sal. 40:8). Por lo tanto, dado que se hace nuestro sustituto, tomando literalmente nuestro lugar, no en lugar de nosotros, sino viniendo a nosotros y viviendo su vida en nosotros y para nosotros, queda claro que su ley estará en medio de nuestro corazón, al recibir la adopción de hijos.



6. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestro corazón el Espíritu de su Hijo, que clama "¡Padre, Padre!"

7. Así, ya no eres más siervo, sino hijo. Y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo.



¡Cuanta paz y alegría trae el Espíritu, al hacer morada en el corazón! No como huésped temporal, sino en calidad de único propietario. "Así, habiendo sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo", de forma que nos alegramos hasta en las tribulaciones, según la esperanza que "no avergüenza, porque el amor de Dios está vertido en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5:1,5). Entonces podemos amar de la forma en que Dios ama, puesto que participamos de su naturaleza divina. "El mismo Espíritu testifica a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom. 8:16). "El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo" (1 Juan 5:10).

De la misma manera en que hay dos clases de "hijos" [o "niños"], hay también dos clases de "siervos". En la primera parte del capítulo se utiliza la palabra "niño" en referencia a los que aún no han alcanzado "el tiempo [edad] señalado", los que aún no tienen los sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal (Heb. 5:14). La promesa es para ellos, y también "para todos los que están lejos" (Hechos 2:39), pero queda por ver si aceptándola, vendrán a ser hechos participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4), y por lo tanto, verdaderos hijos de Dios. En su estado de "hijos de ira", son siervos del pecado; no de Dios. El cristiano es un "siervo": un siervo de Dios. Pero sirve de una forma totalmente diferente de aquella en la que el siervo del pecado sirve a Satanás. El carácter del siervo depende del Señor a quien sirve. En este capítulo, se emplea "siervo", no refiriéndose al siervo de Dios –que es en realidad hijo–, sino al siervo o esclavo del pecado. Entre el esclavo del pecado y el hijo de Dios, hay una diferencia abismal. El esclavo no puede poseer nada, y carece de dominio sobre sí mismo. Esa es su característica distintiva. Al hijo nacido libre, por el contrario, se le ha dado dominio sobre toda la creación como en el principio, habida cuenta de la victoria obtenida sobre sí mismo. "Mejor es el que tarde se aíra que el fuerte; mejor el que domina su espíritu, que el que toma una ciudad" (Prov. 16:32).

Cuando el hijo pródigo vagaba lejos de la casa de su padre, en nada difería de un siervo. Era en verdad un siervo, encargado de las tareas más rutinarias y serviles. Se encontraba en esa condición cuando decidió regresar al viejo hogar, sintiéndose indigno de mejor trato que el de un siervo. Pero el padre lo divisó cuando estaba aún lejos, y corrió a buscarlo, recibiéndolo como a un hijo, y por lo tanto, heredero, a pesar de que hubiera perdido todo derecho a la herencia. De igual manera, nosotros hemos perdido todo derecho a ser llamados hijos, y hemos malgastado la herencia. Sin embargo, en Cristo, Dios nos recibe verdaderamente como a hijos, y nos da los mismos derechos y privilegios que tiene Cristo. Aunque Cristo está ahora en el cielo, a la diestra de Dios, "sobre todo principado, autoridad, poder y señorío, y sobre todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino aun en el venidero" (Efe. 1:20 y 21), no tiene nada que no comparta con nosotros, porque "Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en pecados, nos dio vida junto con Cristo. Por gracia habéis sido salvos. Y con él nos resucitó y nos sentó en el cielo con Cristo Jesús" (Efe. 2:4-6). Cristo es uno con nosotros en nuestro sufrimiento, a fin de que podamos ser uno con Él en su gloria. "Levantó a los humildes" (Luc. 1:52). "Levanta del polvo al pobre, y al menesteroso exalta desde el basural, para sentarlo con los príncipes y darle herencia en un sitio [KJV: trono] de honra" (1 Sam. 2:8). Ningún rey en la tierra posee riquezas ni poder comparables a las del más pobre mortal que conoce al Señor como a su Padre.



8. En otro tiempo, cuando no conocíais a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses.



Escribiendo a los corintios, el apóstol Pablo dijo: "Sabéis que cuando erais gentiles, erais llevados a los ídolos mudos" (1 Cor. 12:2). Lo mismo era cierto de los Gálatas: habían sido paganos, adoradores de ídolos, y esclavos de las más degradantes supersticiones. Recuerda que esa esclavitud es la misma que estudiamos en el capítulo precedente: la esclavitud de estar encerrados "bajo la ley". Es en esa esclavitud en la que se encuentra todo inconverso. En el segundo y tercer capítulos de Romanos leemos que "no hay diferencia, por cuanto todos pecaron". Los mismos judíos que no conocían al Señor por experiencia personal, estaban en una esclavitud tal: la esclavitud del pecado. "Todo el que comete pecado, es esclavo del pecado" (Juan 8:34). "El que practica el pecado es del diablo" (1 Juan 3:8). "Lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios" (1 Cor. 10:20). El que no es cristiano, es pagano: no hay término medio. Cuando el cristiano apostata, se convierte en un pagano.

Nosotros mismos anduvimos una vez "siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia" (Efe. 2:2). "En otro tiempo nosotros también éramos insensatos, desobedientes, extraviados, esclavos de diversas pasiones y placeres. Vivíamos en malicia y envidia. Éramos aborrecibles, aborreciéndonos unos a otros" (Tito 3:3). También nosotros, "en otro tiempo, cuando no [conocíamos] a Dios, [servíamos] a los que por naturaleza no son dioses". Cuanto más cruel es el amo, más opresiva resulta la esclavitud. ¿Qué lenguaje puede describir el horror de ser esclavos de la corrupción misma?



9. Pero ahora que conocéis a Dios, o más bien, que él os conoce, ¿cómo os volvéis de nuevo a los débiles y pobres elementos, a los que queréis de nuevo esclavizaros?



¿No es sorprendente que los hombres prefieran continuar encadenados? Cristo vino "a publicar libertad a los cautivos, y a los presos abertura de la cárcel" (Isa. 61:1), diciendo a los prisioneros: " 'Salid', y a los que están en tinieblas: 'Manifestaos' " (Isa. 49:9). Pero algunos de los que han oído esas palabras, habiendo sido liberados, habiendo visto la luz del "Sol de justicia" y habiendo gustado las delicias de la libertad, prefieren regresar a su prisión. Desean sentir nuevamente el tirón de las cadenas, y eligen el trabajo extenuante en la mina del pecado. Una escena nada excitante, desde luego. El hombre es capaz de mostrar apego a las cosas más repulsivas, incluida la muerte misma. ¡Qué descripción más vívida de la experiencia humana!



10. Guardáis los días y los meses, las estaciones y los años.

11. Temo por vosotros, que haya trabajado en vano en vuestro favor.



A ese respecto, no corremos un peligro menor que el de los gentiles. Cualquiera que confía en sí mismo, está rindiendo culto a la obra de sus manos, en lugar de a Dios. Lo hace tan ciertamente como el que se postra ante una imagen o escultura. Al hombre le resulta muy fácil confiar en su supuesta sagacidad, en su habilidad para manejar sus asuntos; le resulta fácil olvidar que incluso hasta los pensamientos de los sabios son vanos, y que no hay poder, excepto el de Dios. "No se alabe el sabio de su sabiduría, ni de su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe de su riqueza. Sino alábese en esto el que se haya de alabar: En entenderme y conocerme, que Yo soy el Eterno, que actúo con bondad, justicia y rectitud, porque en esto me complazco, –dice el Señor" (Jer. 9:23 y 24).



12. Os ruego, hermanos, que seáis como yo, siendo que yo me hice como vosotros. Ningún agravio me hicisteis.

13. Vosotros sabéis que al principio, una enfermedad física me dio ocasión de anunciaros el evangelio.

14. Y no me desechasteis ni menospreciasteis por la prueba que sufría en mi cuerpo. Antes me recibisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús.

15. ¿Dónde está, pues, esa vuestra satisfacción? Porque atestiguo que de ser posible, os hubierais sacado vuestros ojos para dármelos.

16. ¿Me volví ahora vuestro enemigo, al deciros la verdad?

17. Estas personas tienen celo por vosotros, pero no para bien; sino que quieren apartaros de nosotros, para que vosotros tengáis celo por ellos.

18. Es bueno ser siempre celoso por el bien, y no sólo cuando estoy con vosotros.

19. Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros,

20. quisiera estar ahora con vosotros, y cambiar el tono de mi voz, porque estoy perplejo en cuanto a vosotros.



El apóstol fue enviado por Dios y el Señor Jesucristo, y les trajo un mensaje de Dios, no de los hombres. Se trataba de la obra de Dios. Pablo no era más que el humilde instrumento, la "vasija de barro" que Dios había escogido como el medio para llevar su glorioso evangelio de la gracia. Por lo tanto, Pablo no se sintió ofendido cuando su evangelio fue desoído o rechazado. "Ningún agravio me hicisteis", les dijo. No lamentó los esfuerzos que había dedicado a los Gálatas en el sentido de haber malgastado su tiempo, sino que temía por ellos. Temía que sus labores hubiesen sido en vano, en lo concerniente al propio interés de esos hermanos.

Aquel que puede decir de corazón: "No a nosotros, oh Eterno, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, debido a tu invariable amor y a tu fidelidad" (Sal. 115:1), nunca se sentirá personalmente ofendido si su mensaje no se recibe. Quien se irrita cuando se desprecia, ignora, o rechaza burlonamente su enseñanza, demuestra, o bien que olvidó que eran las palabras de Dios las que estaba pronunciando, o bien que las ha mezclado o sustituido por palabras de su propia cosecha.

En el pasado, ese orgullo personal ha llevado a persecuciones que han corrompido a la profesa iglesia cristiana. Se han levantado hombres hablando cosas perversas, a fin de atraer discípulos tras de sí. Al ser rechazados sus dichos y modos, se ofendieron y tomaron venganza contra los así llamados "heréticos". La persona devota ha de hacerse continuamente la pregunta: '¿A quién estoy sirviendo?' Si es a Dios, se contentará con entregar el mensaje que Dios le encomendó, dejando la venganza para Dios, a quien pertenece por derecho.



El padecimiento físico de Pablo



A partir de declaraciones incidentales contenidas en la epístola, podemos inferir ciertos detalles históricos. Habiendo sido detenido en Galacia a causa de un contratiempo en su salud, Pablo predicó el evangelio "con demostración del Espíritu y de poder" (1 Cor. 2:4), de forma que los Gálatas vieron a Cristo entre ellos, como crucificado; y aceptándolo, fueron llenos del poder y gozo del Espíritu Santo. Su gozo y bendición en el Señor fueron objeto de público testimonio, y en consecuencia padecieron una persecución notable. Pero no se jactaban de eso. A pesar de la "débil" apariencia de Pablo (ver 1 Cor. 2:1-5 y 2 Cor. 10:10), lo recibieron como a un mensajero de Dios mismo, en razón de las gozosas nuevas que les trajo. Tan ávidamente apreciaron las riquezas de la gracia que Pablo desplegó ante ellos, que habrían ofrecido gustosamente sus propios ojos, si con ello hubiesen podido solucionar su padecimiento.

Pablo mencionó eso para que los Gálatas pudieran ver en dónde habían caído, y para que pudieran apreciar la sinceridad del apóstol. En su día les había comunicado la verdad, y se habían gozado en ella; ¡no era posible que se estuviese convirtiendo en su enemigo al continuar exponiéndoles esa misma verdad!

Pero esas referencias personales encierran aún más. No podemos suponer que Pablo estuviera ávido de simpatía personal, cuando hizo referencia a sus aflicciones y a lo adverso de las condiciones bajo las que trabajó entre ellos. Ni por un momento perdió de vista el propósito de la epístola, que era mostrarles que "la carne nada aprovecha" (Juan 6:63), y que todo lo que es bueno procede del Espíritu de Dios. Los Gálatas habían "empezado por el Espíritu". Pablo debía ser pequeño en estatura, y de apariencia física débil. Además, cuando se encontró con ellos por primera vez, estaba aquejado de una dolencia física concreta. Pero a pesar de todo ello, les predicó el evangelio con un poder tal, que todos pudieron percibir junto a él aquella Presencia real, aunque invisible.

El evangelio no proviene del hombre, sino de Dios. No se les dio a conocer por la carne; por lo tanto, en nada estaban en deuda con ella, por lo que respecta a las bendiciones recibidas. ¡Qué ceguera! ¡Qué insensatez, el que pretendieran perfeccionar mediante sus esfuerzos aquello que solamente el poder de Dios pudo iniciar! ¿Hemos aprendido ya nosotros esa lección?



¿Dónde está vuestro gozo?



Todo el que haya conocido al Señor, sabe que hay gozo en aceptarlo. Cabe esperar un rostro radiante, y un testimonio gozoso, en aquel que se convierte. Así había ocurrido con los Gálatas. Pero ahora, esa expresión de agradecimiento había cedido el lugar a los altercados y amargas disputas. El gozo y el calor del primer amor se habían ido extinguiendo gradualmente. Jamás debió suceder tal cosa. "La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar al pleno día" (Prov. 4:18). El justo vive por la fe. Cuando se aparta de la fe, o la sustituye por obras, la luz se apaga. Jesús dijo: "Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo (Juan 15:11). Es imposible que la fuente de la vida se agote. Su caudal nunca disminuye. Por lo tanto, si nuestra luz se debilita y nuestro gozo da paso a una rutina monótona y rígida, podemos tener la seguridad de que hemos dejado el camino de la vida.



21. Decidme, los que queréis estar bajo la Ley, ¿no habéis oído la Ley?

22. Porque escrito está que Abrahán tuvo dos hijos; uno de la esclava, el otro de la libre.

23. El de la esclava nació según la ley natural de la carne. El de la libre nació por la promesa.

24. Ésta es una alegoría, porque estas mujeres representan los dos pactos. Uno es el pacto del monte Sinaí, que engendra hijos para esclavitud. Éste es Agar.

25. Porque Agar equivale al monte Sinaí que está en Arabia, y corresponde a la Jerusalén actual, que junto con sus hijos está en esclavitud.

26. Pero la Jerusalén de arriba, que es la madre de todos nosotros, es libre.

27. Porque está escrito: 'Alégrate, estéril, que no das a luz. Prorrumpe y clama, la que no estás de parto, porque más son los hijos de la dejada, que de la que tiene esposo'.



Muchos aman caminos que todos –menos ellos mismos–, pueden ver que llevan directamente a la muerte. Habiendo contemplado con sus propios ojos las consecuencias de su curso de acción, persisten, escogiendo deliberadamente "los deleites temporales del pecado" en lugar de "la justicia de los siglos" y "largura de días". Estar "bajo la ley" de Dios es ser condenado por ella como pecador, encadenado y condenado a muerte. Sin embargo, millones de personas –además de los Gálatas–, han deseado y desean tal condición. ¡Si solamente prestaran oído a lo que la ley dice! Y no hay razón por la que no lo hubieran de hacer, puesto que la ley se expresa con voz atronadora. "El que tiene oídos, oiga".

Leemos: "Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque el hijo de la esclava no será heredero con el hijo de la libre" (Verso 30). La ley decreta la muerte de todos los que hallan placer en los "débiles y pobres elementos" del mundo. "Maldito todo el que no permanece en todo lo que está escrito en el libro de la Ley" (Gál. 3:10). El pobre esclavo ha de ser echado "fuera, en las tinieblas. Allí será el llanto y el crujir de dientes" (Mat. 25:30). "Viene el día ardiente como un horno. Y todos los soberbios, todos los malhechores serán estopa. Y ese día que está por llegar los abrasará, y no quedará de ellos ni raíz ni rama". Por lo tanto, "Acordaos de la ley de Moisés mi siervo, a quien entregué en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel" (Mal. 4:1, 4). Todos los que están "bajo la ley", llámense judíos o gentiles, cristianos o paganos, están en servidumbre a Satanás –o servidumbre a la transgresión de la ley–, y serán echados "fuera". "Todo el que comete pecado, es esclavo del pecado. Y el esclavo no queda en casa para siempre, el hijo queda para siempre" (Juan 8:34 y 35). Gracias, pues, a Dios, por habernos adoptado como hijos.

Los falsos maestros intentaban persuadir a los hermanos de que si abandonaban su fe sincera en Cristo y confiaban en obras que ellos mismos podían hacer, vendrían a ser hijos de Abrahán, y con ello herederos de las promesas. "No los hijos según la carne son los hijos de Dios, sino los hijos de la promesa son contados como descendientes" (Rom. 9:8). De los dos hijos que tuvo Abrahán, uno fue engendrado según la carne, y el otro según la "promesa": fue nacido del Espíritu. "Por la fe, la misma Sara, aun fuera de la edad, recibió vigor para ser madre, porque creyó que era fiel el que lo había prometido" (Heb. 11:11).

Agar era una esclava egipcia. Los hijos de una mujer esclava eran siempre esclavos, aún en el caso de que su padre fuese libre. Por lo tanto, todo cuanto podía engendrar Agar era esclavos.

Pero mucho antes de que el niño-siervo Ismael naciera, el Señor había manifestado con claridad a Abrahán que sería su propio hijo libre, nacido de Sara –su esposa libre–, quien heredaría la promesa. Tales son las obras del Todopoderoso.

"Representan los dos pactos"

Las dos mujeres, Agar y Sara, representan los dos pactos. Leemos que Agar es el monte Sinaí, "que engendra hijos para esclavitud". De igual forma en que Agar podía engendrar solamente hijos esclavos, la ley –la ley que Dios pronunció en el Sinaí–, no puede engendrar hombres libres. No puede hacer otra cosa que no sea mantenerlos en servidumbre, "porque la Ley produce ira", "porque por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado" (Rom. 4:15; 3:20). En el Sinaí, el pueblo prometió guardar la ley que les había sido dada. Pero en su propia fuerza, carecían del poder para obedecerla. El monte Sinaí engendró "hijos para esclavitud", puesto que su promesa de hacerse justos por sus propias obras no funcionó, ni puede funcionar jamás.

Consideremos la situación: El pueblo estaba en la esclavitud del pecado. No tenían poder para quebrantar aquellas cadenas. Y la proclamación de la ley en nada cambió esa situación. Si alguien está en la cárcel por haber cometido un crimen, no halla liberación por el hecho de que se le lean los estatutos. La lectura de la ley que lo llevó a esa prisión logrará solamente hacer aún más dolorosa su cautividad.

Entonces, ¿no fue Dios mismo quien los llevó a la esclavitud? No, ciertamente, puesto que no los indujo en modo alguno a que hicieran ese pacto en el Sinaí. Cuatrocientos treinta años antes había hecho un pacto con Abrahán, que era perfectamente suficiente en todo respecto. Dicho pacto fue confirmado en Cristo, y por lo tanto, era un pacto que venía "de arriba" (Juan 8:23). Prometía la justicia como un don gratuito de Dios, por la fe, e incluía a todas las naciones. Todos los milagros que Dios obró al liberar a los hijos de Israel de la esclavitud egipcia no fueron más que demostraciones de su poder para librarles (y librarnos) de la esclavitud al pecado. Sí, la liberación de Egipto fue, no sólo una demostración del poder de Dios, sino también de su deseo de librarlos de la esclavitud del pecado.

Así, cuando el pueblo acudió al Sinaí, Dios se limitó a referirles lo que había hecho ya en su favor, y les dijo: "Si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra" (Exo. 19:5). ¿A qué pacto se estaba refiriendo? Evidentemente, al pacto que existía ya con anterioridad, a su pacto con Abrahán. Si solamente guardaban el pacto de Dios, si guardaban la fe, y creían la promesa de Dios, serían su pueblo peculiar. En calidad de dueño de toda la tierra, era capaz de cumplir en beneficio de ellos todo cuanto había prometido.

El hecho de que ellos, en su propia suficiencia, se apresurasen a cargar sobre sí mismos la responsabilidad de hacerlo realidad, no significa que Dios los indujera a hacer ese pacto.

Si los hijos de Israel que habían salido de Egipto hubieran andado en "los pasos de la fe de nuestro padre Abrahán" (Rom. 4:12), jamás se habrían jactado de ser capaces de guardar la ley promulgada en el Sinaí, "porque no fue por la Ley, como Abrahán y sus descendientes recibieron la promesa de que serían herederos del mundo, sino por la justicia que viene por la fe" (Rom. 4:13). La fe justifica. La fe hace justo. Si el pueblo de Israel hubiera tenido la fe de Abrahán, hubiera manifestado la justicia de él. En el Sinaí, la ley que fue promulgada "por causa de las transgresiones", hubiese podido estar en sus corazones. Hubiesen podido despertar a su verdadera condición sin necesidad de aquellos terribles truenos. Nunca fue el propósito de Dios, ni lo es ahora, que persona alguna obtenga la justicia mediante la ley que fue promulgada en Sinaí, y todo lo que rodea al Sinaí así lo demuestra. No obstante, la ley es verdadera, y se la debe observar. Dios liberó al pueblo de Israel "para que guardaran sus estatutos, y cumplieran sus leyes" (Sal. 105:45). No obtenemos la vida guardando los mandamientos, sino que Dios nos da la vida a fin de que podamos guardarlos por la fe en Él.



El paralelismo entre los dos pactos



El apóstol dijo en referencia a Agar y Sara: "estas mujeres representan los dos pactos". Hoy existen esos dos pactos. No son cuestión de tiempo, sino de condición. Que nadie se jacte de su imposibilidad de estar bajo el antiguo pacto, confiando en que se pasó el tiempo de éste. Efectivamente, el tiempo pasó, pero sólo en el sentido de que "bastante tiempo habéis vivido según la voluntad de los gentiles, andando en desenfrenos, liviandades, embriagueces, glotonerías, disipaciones y abominables idolatrías" (1 Pedro 4:3).

La diferencia es la misma que encontramos entre una mujer esclava y una que es libre. La descendencia de Agar, por numerosa que fuese, siempre estaría formada por esclavos; mientras que la de Sara lo sería por hijos libres. Por lo tanto, el pacto del Sinaí trae esclavitud "bajo la ley" a todos los que se atienen a él, mientras que el pacto proveniente de lo alto, trae liberación. No trae liberación de la obediencia a la ley, sino liberación de desobedecerla. No es fuera de la ley donde se encuentra la libertad, sino en ella. Cristo redime de la maldición, que consiste en la transgresión de la ley, de forma que podamos recibir la bendición. Y la bendición consiste en la obediencia a la ley. "¡Dichosos los perfectos de camino, los que andan en la Ley del Señor!" (Sal. 119:1). Esa bendición es la libertad. "Andaré en libertad, porque busqué tus Mandamientos" (Sal. 119:45).

El contraste entre los dos pactos se puede expresar brevemente así: En el pacto concertado en el Sinaí, nosotros nos las tenemos que ver con la ley "a secas", mientras que en el pacto de lo alto, tenemos la ley en Cristo. El primer caso significa para nosotros la muerte, dado que la ley es más cortante que una espada de doble filo, y no somos capaces de manejarla sin consecuencias fatales. Pero en el segundo caso, tenemos la ley "por medio de un mediador". En la primera situación se trata de lo que nosotros podemos hacer. En la segunda, de lo que puede hacer el Espíritu de Dios.

Recuerda que en ningún lugar de la epístola se cuestiona para nada el que la ley haya de ser –o no– obedecida. La única cuestión es: ¿Cómo se logra la obediencia a la ley? ¿Se trata de nuestra propia obra, de forma que la recompensa no será un asunto de gracia, sino de deuda? ¿O bien se tratará de Dios obrando en nosotros, tanto el querer como el hacer, por su buena voluntad?



El contraste entre Sinaí y Sión



De la misma forma en que hay dos pactos, hay también dos ciudades a las que éstos pertenecen. La Jerusalén "actual" pertenece al viejo pacto, el del monte Sinaí. Nunca será libre, sino que será reemplazada por la Ciudad de Dios, la Nueva Jerusalén, que descenderá del cielo (Apoc. 3:12; 21:1-5). Es la ciudad que Abrahán anheló, "porque esperaba la ciudad con fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios" (Heb. 11:10; Apoc. 21:14, 19 y 20).

Hay muchos que cifran grandes esperanzas –todas sus esperanzas–, en la Jerusalén actual. "Hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto" (2 Cor. 3:14). En realidad, están esperando la salvación a partir del monte Sinaí, y del antiguo pacto. Pero no es allí donde se la encuentra, "porque no os habéis acercado al monte que se podía tocar, al fuego encendido, al turbión, a la oscuridad, a la tempestad, al sonido de la trompeta, y al estruendo tal de las palabras... Pero os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén celestial,... a Jesús, el mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel" (Heb. 12:18-24). El que espera las bendiciones a partir de la Jerusalén actual, está dependiendo del viejo pacto y del monte Sinaí, para esclavitud. Pero quien adora dirigiéndose a la Nueva Jerusalén, esperando las bendiciones sólo de ella, se aferra al nuevo pacto, al monte de Sión y a la libertad, puesto que "la Jerusalén de arriba... es libre". ¿De qué es libre? Del pecado; y puesto que "es la madre de todos nosotros", nos engendra de nuevo, de forma que también nosotros somos liberados del pecado. ¿Libres de la ley? Sí, ciertamente, puesto que la ley no condena a quienes están en Cristo.

Pero no permitas que nadie te seduzca con palabras vanas, asegurándote que puedes ahora pisotear esa ley que Dios mismo proclamó con tal majestad, desde el monte Sinaí. Allegándonos al monte de Sión, a Jesús, el mediador del nuevo pacto, a la sangre de la aspersión, somos liberados del pecado, de la transgresión de la ley. En "Sión", la base del trono de Dios es su ley. De su trono proceden los mismos relámpagos, truenos y voces (Apoc. 4:5; 11:19) que procedieron del Sinaí, puesto que allí está la misma ley. Pero se trata del "trono de la gracia" (Heb. 4:16), por lo tanto, a pesar de los truenos, nos podemos acercar a él con la segura confianza de hallar misericordia y gracia en Dios. Encontraremos también gracia para el oportuno socorro en la hora de la tentación a pecar, puesto que de en medio del trono, del Cordero "como inmolado" (Apoc. 5:6), fluye el río de aguas de vida que nos trae, procedente del corazón de Cristo, "la ley del Espíritu que da vida" (Rom. 8:2). Bebemos de él, nos sumergimos en él, y resultamos limpios de todo pecado.

¿Por qué no llevó el Señor al pueblo directamente al monte de Sión, donde habrían encontrado la ley como vida, en lugar de llevarlos al monte Sinaí, donde la ley significó solamente muerte?

Es una pregunta muy lógica, y lógica es también su respuesta: Fue por su incredulidad. Cuando Dios sacó a Israel de Egipto, su propósito era llevarlos al monte de Sión tan directamente como ellos pudiesen ir. Tras haber cruzado el Mar Rojo, entonaron un cántico inspirado, uno de cuyos fragmentos decía: "En tu bondad condujiste a este pueblo que rescataste. Lo llevaste con tu poder a tu santa morada". "Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu herencia, en el lugar de tu habitación que tú has preparado, oh Eterno, en el santuario que afirmaron tus manos" (Exo. 15:13, 17).

Si hubiesen continuado cantando, habrían llegado muy pronto al monte de Sión, puesto que "los que el Señor ha redimido, entrarán en Sión con cantos de alegría, y siempre vivirán alegres. Hallarán felicidad y dicha, y desaparecerán el llanto y el dolor" (Isa. 35:10 Verso Dios Habla Hoy). El cruce del Mar Rojo así lo atestiguaba (Isa. 51:10 y 11). Pero pronto olvidaron al Señor, y en su incredulidad se entregaron a la murmuración. Por consiguiente, "fue dada [la ley] por causa de las transgresiones" (Gál. 3:19). Fueron ellos –su incredulidad pecaminosa– quienes hicieron necesario ir al monte Sinaí, en lugar de ir al de Sión.

No obstante, Dios no los privó del testimonio de su fidelidad. En el Sinaí, la ley estuvo en la mano del mismo Mediador –Jesús–, al que nos dirigimos cuando vamos a Sión. Desde la peña en Horeb (o Sinaí) brotó el manantial de aguas vivas a partir del corazón de Cristo, "y la Roca era Cristo" (Exo. 17:6; 1 Cor. 10:4). Ante ellos tenían la realidad del monte Sión. Todo aquel cuyo corazón se volviese allí hacia el Señor contemplaría su gloria sin velo, tal como lo hizo Moisés, y siendo transformado por ella, encontraría el "ministerio que trae justificación", en lugar del "ministerio de condenación" (2 Cor. 3:9). "Su amor es para siempre", e incluso desde las mismas amenazantes nubes de ira de las que procedieron aquellos rayos y truenos, brilla el glorioso rostro del Sol de Justicia, conformando el arco iris de la promesa.



28. Así, hermanos, como Isaac, nosotros somos hijos de la promesa.

29. Pero así como entonces, el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu, así es también ahora.

30. Sin embargo, ¿qué dice la Escritura? "Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque el hijo de la esclava no será heredero con el hijo de la libre".

31. Así, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre.



¡Palabras de ánimo para toda alma! Eres un pecador. En el mejor caso procuras ser cristiano, y las palabras "Echa fuera a la esclava" te hacen temblar. Comprendes que eres esclavo, que el pecado te tiene prisionero, y que te atan las ligaduras de los malos hábitos. Has de aprender a no tener miedo, cuando habla el Señor, puesto que proclama paz, ¡aunque lo haga con voz atronadora! Cuanto más sobrecogedora su voz, más paz puedes estar seguro de obtener. ¡Cobra ánimo!

El hijo de la esclava es la carne y sus obras. "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios" (1 Cor. 15:50). Pero Dios dice: "Echa fuera a la esclava y a su hijo". Si deseas que su voluntad sea cumplida en ti, tal como se cumple en el cielo, Él hará lo necesario para que te sean quitadas la carne y sus obras. Tu vida "será librada de la esclavitud de la corrupción, para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom. 8:21). Ese mandato que tanto te atemorizó no es más que la voz que ordena al mal espíritu que salga de ti, para no volver nunca más. Te declara victoria sobre todo pecado. Recibe a Cristo por la fe, y tienes la potestad de ser hecho hijo de Dios, heredero del reino imperecedero, que permanece por siempre con sus habitantes.



"Manteneos, pues, firmes"



¿Dónde nos hemos de mantener? En la libertad de Cristo mismo, cuyo deleite estuvo en la ley del Señor, puesto que la tenía en su corazón (Sal. 40:8). "Mediante Cristo Jesús, la ley del Espíritu que da vida, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte" (Rom. 8:2). Nos mantenemos solamente por la fe.

En esa libertad no hay vestigio alguno de esclavitud. Es una libertad perfecta. Es libertad del alma, libertad de pensamiento, tanto como libertad de acción. No consiste simplemente en que se nos dé la capacidad para obedecer la ley, sino que se nos proporciona también la mente que halla su deleite en cumplirla. No se trata de que observamos la ley porque no encontramos otra manera de escapar al castigo: eso sería la más amarga de las esclavitudes. Es precisamente la esclavitud de la que nos libra el pacto de Dios.

La promesa de Dios, aceptada por la fe, pone en nosotros la mente del Espíritu, de manera que encontramos el mayor placer en la obediencia a todos los preceptos de la Palabra de Dios. El alma experimenta esa libertad que poseen las aves en su planear sobre las cumbres montañosas. Es la gloriosa libertad de los hijos de Dios, que disponen de la plenitud de la anchura, profundidad y altura del vasto universo de Dios. Es la libertad de aquellos que no necesitan ser vigilados, sino que son dignos de confianza en toda situación, puesto que cada paso que dan no es más que la acción de la santa ley de Dios. ¿Por qué habrías de conformarte con la esclavitud, cuando es tuya esa libertad que no conoce límites? Las puertas de la prisión están abiertas de par en par. Camina en la libertad de Dios.



Del mundo oscuro ya salí:

de Cristo soy y mío es Él;

su senda con placer seguí,

resuelto a serle siempre fiel.

¡Soy feliz! ¡Soy feliz!

y en su favor me gozaré.

En libertad y luz me vi

cuando triunfó en mí la fe,

y el raudal carmesí,

salud de mi alma enferma fue.

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